Arquitecto de la realidad
Conocí personalmente a Rogelio Salmona en una noche fría de Bogotá, al calor de amistades comunes, en los años noventa. Aquel primer encuentro quedó registrado como el del descubrimiento de un personaje cercano, apasionado por la arquitectura, y lejano a la afectación que le podía facilitar el haber pertenecido al grupo que había colaborado con Le Corbusier en el espacio crítico del taller de arquitectura que el maestro suizo dirigía en los años cincuenta en el barrio Latino de París.
Al día siguiente, cuando nos acompañó a sus Torres del Parque, o más tarde en Cartagena de Indias, visitando una de sus obras maestras, la Casa de Huéspedes Ilustres, comprendí mejor la estrecha relación entre la humanidad (nimbada del aroma de la intelectualidad francesa) y una arquitectura que intentaba, y a veces conseguía, la difícil síntesis de la expresión local y la abstracción moderna.
Rogelio Salmona, en realidad, nació en París en 1929, y formó parte de aquella emigración europea hacia Iberoamérica, donde se reencuentra con una identidad que no les resulta del todo ajena.
La familia de Rogelio Salmona llega a Colombia en 1931, localizándose definitivamente en Bogotá dos años después. Donde, de forma paradójica, el joven, ya definitivamente colombiano, se educa en el Liceo Francés, que acogía, desde su fundación en 1936, a los hijos de todos aquellos que se sentían incómodos en los sistemas tradicionales de educación de la conservadora sociedad colombiana. Quizás por ello, cuando Le Corbusier llega a Bogotá en 1947, el joven estudiante de la Universidad Nacional acompaña al maestro en su periplo colombiano por su dominio de la lengua francesa y establece con él una relación amistosa. Un año después, Salmona viajará a París para ingresar en el taller del maestro donde, con interrupciones breves, permanecerá 10 años.
Es el momento de intensa actividad de Le Corbusier en torno al Plan de Bogotá, el de Marsella o de sus trabajos en Chandigarh. Como Barragán, Salmona vive la epifanía del descubrimiento de la arquitectura hispano-musulmana en Granada, en la Alhambra, el Generalife, o el barrio del Albaicín.
La arquitectura matérica del norte africano, la magia del ladrillo y los jardines granadinos, el barroco italiano o las ruinas evocadoras de la Grecia clásica quedarán como experiencias imborrables, tanto o más que las recibidas del maestro, en la futura obra del arquitecto ya definitivamente "colombiano".
"Salmona parle beaucoup trop" ("Salmona habla demasiado") será el juicio posterior de un Le Corbusier despechado por los desencuentros con aquel joven radical que había abandonado el taller hacía poco tiempo para emprender su propio camino.
Hoy nos queda su obra, tan deudora de las reinterpretaciones críticas del movimiento moderno como de las sugerencias de la historia y del reconocimiento del lugar.
Aquella Casa de Huéspedes Ilustres de Colombia que en Cartagena de Indias despliega una estrategia de muros de piedra, patios interiores, bóvedas en "arcilla", y continuidades visuales con la referencia del omnipresente mar.
Donde encontramos la resonancia de la arquitectura micénica arcaica, de los complejos ceremoniales de la arquitectura maya, o del frescor interior de los jardines hispano-árabes, se constituye, quizás, en el mejor ejemplo de una obra intensa y poética, que justificaría, por sí sola, las posteriores (y actuales reconocimientos) en los sucesivos premios nacionales de Arquitectura, o el máximo galardón que fue la medalla Alvar Aalto.
Dos maestros (Aalto y Salmona) en la manipulación de un material tan tradicional como el ladrillo, y que también coincidieron en recuperar la emoción para la moderna arquitectura, desde una mirada que no renunció nunca a la cultura de su origen.
Al fin y al cabo, Salmona había definido su obra como una "arquitectura de la realidad".
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