No todo empezó en 1976
Aunque a los más jóvenes les cueste creerlo, no todo empezó con el Lliure: existía vida teatral en Cataluña antes de 1976. Vida difícil, por supuesto. Lateral, subterránea. Fue larga la travesía del desierto, cuentan los sabios de la tribu. Benet i Jornet: "En los años cincuenta y sesenta, en Madrid, los nuevos autores, de Buero a Gala, podrían hacerse un hueco en el teatro comercial. Aquí, Brossa, Espriu, Pedrolo o Joan Oliver tuvieron que trabajar en las catacumbas, porque el público era incapaz de asumirlos. Paradójicamente, esa situación acabó ofreciéndonos una enorme libertad. Sabíamos que no importábamos a nadie y que nunca ganaríamos ni cinco céntimos, así que, de perdidos al río, escribimos lo que nos dio la gana". En los cincuenta aflora un teatro "intersticial", que se realiza a puerta cerrada, en domicilios de próceres catalanes, como el del célebre doctor Obiols. Y un teatro de francotiradores, como la actriz Dolly Latz, nacida en Berlín y discípula de Max Reinhardt, que crea el Teatro de Cámara, luego acaudillado por Antonio de Cabo y Rafael Richart, donde dirige, siempre en funciones únicas, piezas de Huxley o Anouilh. O el tándem formado por la actriz Mercedes de la Aldea y el dramaturgo y director Juan German Schroeder, que en 1952 consiguen reabrir el teatro Griego con Edipo Rey. El teatro de aficionados, de catalanísima tradición desde principios de siglo, cuando cada ateneo popular o agrupación corporativa tenía su propia sala, fue una cantera esencial de actores y directores. El barrio de Gràcia se llevaba la palma, con casi una veintena de teatros. El más famoso y duradero fue el Orfeò Gracienc, donde velaría sus armas Nuria Espert, a las órdenes del prolífico Esteve Polls. "Fue una gran escuela. Hacíamos una obra por semana -cuenta Espert- y dos si el jueves era festivo. Al acabar la función del domingo ya nos repartían la de la semana siguiente".
A finales de los sesenta, la escena catalana es un hervidero de grupos forzosamente alternativos
La ADB (Agrupació Dramàtica de Barcelona) fue el primer grupo catalán de "teatro independiente". Una entidad privada, sostenida por mecenas de la burguesía catalanista, liderada por Joan Oliver, Carles Soldevila y Frederic Roda, que intentó plantearse una programación y una metodología de trabajo, alquilando locales y desplazándose por Cataluña con sus producciones, de Shakespeare a Ionesco, de Rusiñol a Espriu. Su aventura duró apenas ocho años: tras estrenar en el Palau una versión abreviada de L'ópera de tres rals, fueron obligados a disolverse por el Gobierno Civil.
En 1955 nace Palestra, de Sa
badell, una asociación de jóvenes directores (Bascompte, Carmona, Cruzate, Ribalta) que logra presentar sus montajes en el desaparecidísimo Candilejas, un teatro de bolsillo con una programación sorprendente: allí presentaron El zoo de cristal, Mirando hacia atrás con ira, Frankie y la boda o Fin de partida. Otras experiencias similares, ya en los primeros sesenta, fueron el teatro Guimerà, de doscientas butacas, cercano a la catedral, feudo de Carlos Lucena y Dora Santacreu: pronto unirían fuerzas con el joven Mario Gas, líder de Gogo Teatro Independiente, que presentaba sus funciones en el "territorio libre" del Instituto Americano. La estrella indiscutible de los sesenta fue la Escuela de Arte Dramático Adrià Gual (EADAG), nacida con el respaldo del Foment de les Arts Decoratives (FAD), y con sede en la cúpula del cine Coliseum. Sus gurús indiscutibles eran Ricard Salvat, formado en Alemania, gran apóstol de Brecht, y la escritora Maria Aurélia Capmany: crearon una escuela y un centro de producción y arrasaron con montajes que harían historia, como Ronda de mort a Sinera (1965), de Espriu, un exitazo descomunal, y La bona persona de Sezuán (1966), el primer texto de Brecht que se estrenó en España, en teatro comercial y en temporada. En 1969, el FAD cambió de sede, en la calle Brusi, donde apenas había espacio para ensayar y mucho menos para representar teatro: fue el triste final de la Adrià Gual, que se vio obligada a cerrar sus puertas. Cuenta Benet: "La ADB y la EADAG funcionaban con medios de teatro amateur pero con ambición de teatro europeo: se trabajaba sin cobrar y por el puro gusto de hacer teatro, y allí se formaron los mejores profesionales de la década siguiente". A finales de los sesenta, la escena catalana es un hervidero de grupos forzosamente alternativos. Josep Montanyés dirige el Grup d'Estudis Teatrals d'Horta; Francesc Nelo es el alma del Grup de Teatre Independent (GTI); Albert Boadella se pone al frente de Els Joglars; Feliu Formosa comanda el Grup 6×7 de Tarrassa, para mencionar sólo unos pocos. En 1967 comienza la experiencia del off Barcelona en centros cívicos de barrios alejados, como el Orfeó de Sants, el Centre Parroquial d'Horta o l'Alliança del Poble Nou: son entidades católicas y asociaciones vecinales que abren sus puertas a los jóvenes para que hagan teatro, con más entusiasmo que medios. Las subvenciones son inexistentes. A diferencia de los "padres fundadores", nacen con una cierta voluntad de profesionalización, de vivir del teatro y para el teatro. De l'Alliança, donde se fusionan diversos grupos, surgirán espectáculos de éxito, como Tot amb patates, de Arnold Wesker, dirigido por Mario Gas, o El retaule del flautista, escrita y dirigida por Jordi Teixidor, un trabajo muy coyuntural, con pretensiones de aunar brechtismo, musical y comedia de denuncia, que se convertirá -en el Capsa, feudo del "nuevo teatro"- en el gran éxito popular del teatro independiente en catalán de aquellos años, los últimos de un franquismo que parecía no acabarse nunca. En 1976 se funda el Lliure, y ese mismo verano los profesionales "toman" del Grec para ofrecer una programación creada por ellos y dirigida colectivamente. Al año siguiente se crea en Madrid el primer Centro Dramático Nacional, que tendrá su versión catalana en 1981, cuando se inaugura, en el teatro Romea, el Centre Dramàtic de la Generalitat.
El 'top ten' del teatro catalán
Maria Rosa (1897, Àngel Guimerà). Enorme y complejo melodrama proletario de venganza y atracción fatal. Un cóctel trágico de sexo, vino y sangre que hubiera podido firmar Erskine Caldwell o, en su defecto, James Cain. Y que Renoir, el Renoir de Toni, habría filmado de mil amores.
L'héroe (1903, Santiago Rusiñol). La respuesta más salvaje a la épica patriotera de la guerra de Cuba: prohibida por los militares tras su estreno, motivó que el bueno de Rusiñol tuviera que huir a escape de Barcelona.
Galatea (1948, Josep Maria de Sagarra). Un grupo de desesperados vagan a la deriva en la posguerra europea. Áspera, cínica, antisentimental y casi abstracta: la perla negra del teatro catalán de los cincuenta, a caballo entre Anouilh y la desolación poética del cine de Marcel Carné.
El sarau (1963, Joan Brossa). La nevada de 1962, tres burgueses del Ensanche adoradores de Franco, una sobremesa de cuarenta años sólo sacudida por la muerte de Enric Borràs y una gruta mágica convertida en tienda de ropas: una crónica en blanco y negro, corroída por el ácido dadá de Brossa.
Plany en la mort d'Enric Ribera (1974, Rodolf Sirera). Oratorio fantasmagórico en torno a un Mephisto valenciano mudado en agente franquista. Uno de los grandes textos de la transición (y de siempre).
Operaciò Ubú (1981, Albert Boadella y compañía Lliure). El Honorable Excels se somete a una terapia psicodramática, libera sus demonios y enloquece. La mejor y más valiente sátira hecha en España sobre un político con plenos poderes.
Desig (1991, Josep Maria Benet i Jornet). Un viaje oscuro y laberíntico al corazón del deseo. Una intriga feroz sustentada en elementos mínimos y esenciales: una pareja en crisis, un desconocido en la noche, una cita decisiva en un bar de carretera. La obra maestra absoluta de Benet i Jornet.
Excuses! (2001, Joel Joan & Jordi Sánchez). Una cena de treintañeros, contemplados sin la menor clemencia, que comienza como una farsa costumbrista y acaba en un apocalipsis moral: Ayckbourn a la catalana.
El mètode Gronholm (2003, Jordi Galcerán). La comedia catalana (y española) más exitosa de los noventa. Le sobran los motivos: sátira social, estructura minuciosa, intriga creciente, final sorpresa y un gran personaje central.
Barcelona mapa d'ombras (2004, Lluïsa Cunillé). Una sinfonía de ríos secretos y combustiones espontáneas a cargo de un viejo matrimonio, una profesora hastiada y libre, una muchacha embarazada, un futbolista abandonado, un cirujano homosexual. La cumbre de la mejor autora de su generación.
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