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Columna
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Un rey para mí

Un perfil en las monedas antiguas, un retrato en lo alto de la pizarra, allí donde le hacían compañía los desconchones y el crucifijo, un sello que puede ser alternativamente encarnado, o verde, azul o de la tonalidad de la vainilla; un tío abuelo lejano que felicita la Nochebuena desde un salón decorado con porcelanas y aparadores de caoba, con cierta tendencia a la rigidez, que a veces parece su propio maniquí y que pierde cuerda conforme el discurso se aproxima a su conclusión; una fotografía en el manual de Ciencias Sociales, jurando su cargo en medio de un hemiciclo de chaqués negros que tienen algo de bandada de buitres, en compañía de una esposa que ha elegido para la ocasión un inexplicable vestido de color chicle; el rostro, algo borroso, que mi padre y mis tíos contemplan con ansiedad desde el televisor, una noche muy larga en que nadie durmió en casa y se sucedían en los noticiarios tricornios, bigotes y ametralladoras; un anciano algo sobrado de peso con una gorra de marinero que se despide cómicamente contra la borda de un balandro mientras la tripulación despliega el trinquete y emprende la maniobra de cabotaje. A todas estas imágenes podría yo haber recurrido de participar alguna vez en aquel concurso escolar que ya no sé si existe y que se convocaba con el título nada inocente de "¿Qué es un rey para ti?" Año a año, en los telediarios de sobremesa, alumnos ejemplares recibían un obsequio de alpaca de manos del mismísimo monarca y explicaban a la cámara qué acierto les había hecho merecedores de semejante distinción: unos describían al Rey como un Robin Hood que frenaba los desmanes de los enemigos de la justicia, otros como el patriarca campechano y tolerante de una familia que se extendía a través de diecisiete comunidades autónomas y cincuenta provincias, sin contar Ceuta y Melilla; otros, inspirados por los veranos de Marivent, lo hacían piloto de la gran nave del Estado. Durante muchos años el Rey ha sido todas esas cosas para todos nosotros y mucho más. Pero los tiempos están cambiando; los reyes son personajes que inevitablemente nos remiten al dragón, el castillo y el poema épico, y cerebros pragmáticos hay que ya no encuentran lugar para ellos en este mundo escrito en prosa.

Izquierda Unida ha emprendido una ofensiva en dieciséis municipios andaluces gobernados por su coalición en contra de este emblema señero de nuestra nación, el rey. En uno de ellos, Humilladero, incluso se les sumaron transitoriamente unos concejales despistados del PSOE, junto a los que exigieron el desalojo del trono y la restauración de esa República que sofocaron los fusiles. Parece un síntoma de los tiempos: un olor hay en el aire, cierta electricidad inapreciable que sin embargo eriza el pelo y hace relumbrar las antenas y los pararrayos y que nos sugiere que determinados símbolos no conservan el mismo lustre de antaño. Los retratos en llamas de Cataluña, los comentarios poco corteses de Anasagasti, la defección de cierta ala del espectro político que siempre la había mirado de reojo han hecho a la monarquía sentir que el suelo tiembla bajo sus pies y que resulta oportuna una proclama desde Oviedo en defensa de su contribución a la causa de la libertad y el progreso democrático. Creo que Don Juan Carlos tiene razón, que la figura que representa ha hecho bien a un país que resurgía maltrecho de cuarenta años de letargo y dictadura y donde muchos todavía se lamían las postillas de una guerra nunca del todo olvidada. Pero también creo que la sociedad de ese país lesionado ha ido variando, volviéndose más despreocupada o irrespetuosa, y lo que antes era un icono de la concordia y el entendimiento entre opuestos ha ido convirtiéndose en un elemento decorativo, una de esas piezas de porcelana que en la vitrina de la abuela acopian polvo sin un objetivo preciso, pero que nadie se atrevería a remover por el respeto debido a los mayores. Más que un campeón de la convivencia, la imagen que primero evoca hoy el Rey en los más jóvenes es la de un anciano desorientado y pacífico que se distrae haciéndoles carantoñas a sus nietos; y que, en justo reconocimiento por los servicios prestados, el Estado podría premiar con una jubilación anticipada.

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