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Columna
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PPdeG

Siempre se había pensado que Galicia estaba a la derecha. No sólo en la era de los gobiernos de Manuel Fraga. Salvo el breve interregno del tripartito en los años ochenta y la extraordinaria floración de la República, que había pillado a las derechas a contramano, y le había dado una oportunidad a las gentes de la ORGA (Organización Republicana Gallega Autónoma), a socialistas y galleguistas, el país parecía haberse volcado con naturalidad desde el fondo de los siglos en el molde de los distintos conservadurismos. Parecía ser la naturaleza de las cosas.

Sin embargo, las bases de ese poder han caído en los últimos años. Hoy, la iglesia es en Galicia una sombra de sí misma, sin apenas crédito entre la población. El campesinado que sobrevive, muy solvente, no lo hace en términos de dependencia. El Estado democrático moderno, con su periódica renovación de elites, rompe la continuidad que es el aceite para el buen funcionamiento del clientelismo. Finalmente, el crecimiento económico y la expansión de las urbes, han creado un dinamismo fuera de control: han permitido la autonomía de la sociedad civil.

Todo ello son malas noticias para el Partido Popular de Galicia. A los que hay que sumar otra, más de coyuntura: con la actual estructura de partidos es casi imposible que el PP vuelva a ganar las elecciones por mayoría absoluta. Ello amenaza con mantenerlo en una oposición perenne. Si Mariano Rajoy, venciendo en las elecciones de marzo, no lo remedia, el Partido Popular puede tener en Galicia un futuro peor que incierto. Sin embargo, Fraga había hecho bien las cosas.

Con su instinto de político pragmático, y su deseo de emular a Canovas, había importado el modelo bávaro y convertido al PPdeG en el partido de lo que él llamaba "la mayoría natural", en el que confluían todas las formas del instinto conservador del país, desde un cierto populismo galleguista hasta el deje altivo del registrador de la propiedad de provincias, de castellano impoluto, que, mientras otros arriesgaban el pellejo en las manifestaciones de la oposición democrática, jugaba al mus en la cafetería de la esquina.

Ahora bien, el oasis gallego se ha roto. La herencia está siendo dilapidada en nombre del aznarismo, una derecha más ideológica y combativa, pero que tiene el defecto de que parece destinada a perder elecciones. Es cierto que es capaz de mantener la base electoral compacta pero al coste de perder el centro. Además, el líder del PP en Galicia, Alberto Núñez Feijóo, no es ahora indiscutible, las bases sociales están quebradas y en proceso de transformación, el aparato está dividido, y el programa... En los partidos gallegos nunca ha importado demasiado el programa.

Salvo que Rajoy gane por la campana, lo que cimentaría el partido y evitaría fugas, lo previsible es que en la próxima legislatura veamos no sólo una mayor división del PPdeG, sino también que aparezca una cuarta fuerza. De existir con diputados suficientes, ella podría pactar con el PSdeG, que quiere librarse del BNG; con el BNG, que quiere librarse del PSdeG, y con el PPdeG, que quiere librarse de ambos.

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De no ser así, y dada la presión de los electorados del PSdeG y el BNG, que no tolerarían un pacto directo con el PP sin castigo, el Partido Popular corre peligro de quedarse huérfano de poder, lo que en Galicia y en Pekín, pero sobre todo en Galicia, es pecado de lesa política.

El problema es que no se ve bien quien podría ocupar ese espacio. Un centro derecha democrático, moderno, liberal y galleguista: la fórmula está inventada y difiere netamente de los aires que corren por Génova, 13, pero tuvo una oportunidad, hace ya muchos años Coalición Galega, y la perdió. No se ve bien quién podría tener hoy la credibilidad y la legitimidad para crear ese partido político. No desde luego, las boinas. En cuanto a los birretes, ¿querrán sentarse eternamente en los banquillos del Hórreo?

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