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Volver a empezar (¿o no?)

Manuel Cruz

Comienza el curso, se suceden las diversas rentrées (laboral, escolar, política...) y con ellas se extiende -como un difuso aroma, como un perfume apenas perceptible- la paradójica sensación de que regresa lo nuevo, de que se reitera lo inaugural. Hasta el punto de que una de las expresiones que más se oyen en estos días, cuando los compañeros se reencuentran en el trabajo o los vecinos coinciden en el ascensor de la finca, es precisamente ese "vuelta a empezar" que parece constituirse en emblema y consigna del momento. Sin embargo, a poco que nos acerquemos a las palabras, alguna duda, y no menor, surge. La primera y más básica tiene que ver con el significado mismo de lo que se pretende decir. En definitiva, ¿a qué denominamos empezar? ¿A empezar de nuevo? Y eso ¿significa completamente de nuevo?

Reiniciar un ordenador y volver a empezar son acciones parecidas, pero no todo es tan simple
Conforme la juventud va quedando atrás, es más difícil recuperar la salud originaria

Permítanme que intente mostrar el alcance de mis dudas por medio de una comparación. Me observaba recientemente Manuel Delgado, conversando en público sobre estos asuntos, que la expectativa de empezar de nuevo se parece bastante a la expectativa que tenemos cuando reiniciamos el ordenador. En parte, desde luego, es así. Hay situaciones que quedan bien iluminadas por medio de esta metáfora. De la misma manera que, cuando tenemos una pequeña dificultad informática que no sabemos cómo resolver, procedemos a reiniciar, en la confianza de que tal operación nos permita eliminar aquello -y sólo aquello- que nos molestaba, así también en nuestra vida a menudo nos encontramos inmersos en situaciones problemáticas que admiten un tipo de solución perfectamente individualizada. Los lectores más perspicaces habrán adivinado por dónde voy: la metáfora del reinicio no nos pone en cuestión (si la dificultad que en algún momento pudo inquietarnos queda resuelta con tan sencillo procedimiento, ello indica que la máquina reiniciada no tenía ningún problema serio, es decir, que en lo fundamental estaba bien como estaba).

Pero no todo es siempre tan simple. También puede ocurrir que los problemas que nos plantea la computadora no queden solucionados de esa manera. En tales casos, es posible que lo que convenga sea intentar una operación algo más complicada, que acaso pudiera servirnos para prolongar la metáfora. Porque otra posibilidad a nuestro alcance es la de restaurar el sistema, y hacerlo con una fecha concreta, de manera que nos veamos devueltos a la situación en la que estábamos en un momento determinado. En este caso resolveremos el problema que pudiéramos haber tenido pero, al mismo tiempo, perderemos el trabajo que hayamos hecho a partir de ese punto. Se diría que el paralelo de esta situación en la vida humana son todos aquellos casos en los que consideramos que un determinado error, una decisión equivocada, ha provocado un perjuicio que se ha prolongado a lo largo del tiempo.

Pero todavía cabe ir más allá con el paralelismo. A muchos nos ha ocurrido que cuando tenemos un problema realmente severo con el ordenador, alguien (presuntamente experto) nos propone formatearlo. Formatear el ordenador implica asumir que hay algo estructural que no está bien, algo que va mucho más allá de un problema contingente que se volatilizaría con un mero reinicio que lo deja todo como está o con una restauración que echaría al traste una parte de nuestro trabajo. Buena prueba de la mayor trascendencia de esta tercera operación es que, en ocasiones, tras el formateo, el usuario aprovecha para cambiar el sistema operativo (pasándose al Windows Vista, cuando no al Linux, etcétera). Estamos por tanto ante un volver a empezar mucho más radical, mucho más constituyente, que reconoce la existencia de un problema que, con independencia de su origen, ha terminado por afectar al propio dispositivo, a la propia maquinaria (personal o informática).

Pues bien, reiniciar es como arrepentirse, sin más. Simboliza el gesto de quien se esfuerza por hacer como si nada hubiera pasado (de hecho, hay gente que se excusa diciendo "no ha pasado nada"), sin perseguir mayores cuestionamientos. Al restaurar, en cambio, desencadenamos ya una batalla contra el propio devenir. Quien lamenta una decisión pasada y declara su voluntad de recuperar el tiempo perdido (o similares: vivir la vida, experimentar lo que se ha perdido, etcétera) está reconociendo que aquel error concreto desplegó sus consecuencias, a la vez que alimenta la fantasía de tachar aquel segmento, de darlo por no vivido todo él, reemplazándolo por uno nuevo. Formatear, en fin, es correr un riesgo. Un riesgo, por definición, de signo incierto, porque siempre cabe la posibilidad de que terminemos por detectar que hay algo en nosotros mismos (y no fuera) que explica la mayor parte de los problemas que padecemos. Pero, sobre todo, es posible -la más inquietante opción- que comprobemos que, tras el formateo, nada ha quedado resuelto.

En el fondo, el asunto que todas estas metáforas están señalando sin acabar de nombrar atañe a uno de los elementos más básicos, más estructurales de la vida humana. Me refiero a la irreversibilidad (que comporta la imposibilidad de volver a punto alguno del pasado). Quizá por ello lo más clarificador sea finalizar este texto envolviendo las metáforas precedentes en otra, de diferente signo, pero análogo contenido. Me refiero a la metáfora del propio cuerpo (si tal expresión no resulta autocontradictoria). Cuando uno es joven y experimenta algún malestar físico, acude al médico, el cual -utilizando técnicas, métodos y productos desconocidos para nosotros- consigue dejarnos, al final del tratamiento, en el mismo estado en que nos encontrábamos antes de entrar en su consulta. O sea que bien pudiéramos decir que el médico nos reinicia. Conforme la juventud va quedando atrás, cada vez se nos hace más difícil recuperar la salud originaria. Suelen sucederse los propósitos de restauración, haciendo limpieza de malos hábitos y otros desórdenes de la conducta, propósitos que, tras algún éxito inicial, dejan paulatinamente de alcanzar sus objetivos. Se desemboca así en el tercer momento, que podría venir representado por esa etapa en la que incluso puede darse el caso de que, tras unos cuantos formateos fallidos, necesitemos sustituir piezas del propio hardware (no quisiera resultar desagradable, pero los hechos son los hechos: se suele empezar por los dientes y se termina por la rodilla o la cadera, cuando no por el corazón, el riñón u otro órgano). Hasta que, al final, una voz autorizada nos espeta, medio en serio medio en broma, lo que hubiéramos deseado no tener que oír nunca: "Deberíamos cambiarle todo el cuerpo, pero ahora, de momento, no disponemos de ninguno. Habrá que esperar". Y nos ponemos tristes, claro. Definitivamente, la realidad habita fuera de las metáforas.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona y director de la revista Barcelona Metrópolis.

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