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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Poliedro Koltès

Marcos Ordóñez

DEBE DE ser la primera vez (en España, por lo menos) que un monólogo de Koltès, La nuit just avant les fôrets (La nit just abans dels boscos, versión de Sergi Belbel) se trocea y encarna en seis voces, seis grandes voces, seis actorazos. Por orden de aparición: Pere Arquillué, Andreu Benito, David Selvas (que sustituye a Lluís Homar), Josep Maria Pou, Jordi Bosch y Francesc Orella. El año pasado se vio en sesión única, dirigida por Àlex Rigola, para inaugurar el Teatro Municipal de Girona, al comienzo de Temporada Alta. Tuvo tantísimo éxito y se quedó tanta gente sin verlo que el espectáculo ha recalado por diez días en el Lliure, y no sería nada extraño que llovieran peticiones de los programadores de toda España: la reposición, el pasado día 13, fue un verdadero acontecimiento, con el teatro lleno a rebosar y el público vitoreando puesto en pie, justo lo contrario de la lejana noche de su estreno en el off de Avignon, en 1977, cuando Yves Ferry, dirigido por Koltès, tuvo que actuar ante seis tristes espectadores. Fue la primera función "profesional" del dramaturgo, pero en aquel huevo se agitaban las alas, el pico y las garras de casi toda su obra futura. El protagonista de La nit es un extranjero, un paria, un hombre que escapó del yugo de la fábrica y vaga en la noche de un París ajeno y hostil. Como todos los desheredados de Koltès, se expresa en un lenguaje articuladísimo, de alto vuelo poético, todavía cercano a Céline en su angustia y su furia, pero alboreando ya la tensión genetiana entre mordisco de arroyo y majestad formal. Es decir, que ese texto no se puede dar a la carrera ni "bajar" hacia lo coloquial. Aquí lo he visto hacer dos veces, en catalán por Mingo Ràfols, en el Malic, y en castellano por el aragonés Pedro Rebollo, en la Beckett. Ambos fueron muy aplaudidos y lo giraron por muchas plazas durante varios años, pero en mi recuerdo lo aceleraban un poco. Lo singular del trabajo de Rigola, no sé si por azar o por cálculo, es que, obviamente, no ves a un solo hombre sino a seis, individualizados por sus narraciones, pero también -y al mismo tiempo- sucede a la inversa, como ha hecho Todd Haynes con Dylan en I'm Not There, mostrando las diversas facetas, únicas y complementarias, de un mismo poliedro. A lo largo de esa noche errabunda conoceremos, pues, todas las caras y caretas de un solitario que camina bajo la lluvia buscando un interlocutor, un compañero, "un ángel en la mierda". Como Jerry en Historia del Zoo, sus palabras son estrategias de aproximación, fintas de defensa, recordatorios de su identidad: habla para tocar y tocarse y ser tocado. Pere Arquillué es la voz del principio de la noche, asediado por lobos y espejos pero todavía sonriente, invitador; una voz que intenta mostrarse fuerte y segura, un hombre que dice preferir los hoteles de paso a las casas burguesas, y lavarse el pito en los aseos públicos, casi un autoestopista beat a la caza de un breve satori compartido ante dos tazas de café caliente. Andreu Benito, en cambio, parece un viejo situacionista a la deriva, perdido en la edad de plomo y en los bares del Marais; un superviviente del 68, un personaje de Garrel que cae en la trampa de una joven y rubísima neofascista al postular una imposible Internacional de los Desheredados, una fuerza de agitación y, sobre todo, de defensa. Le sucede en escena David Selvas, que no es un reluciente black pero lo parece, y también un hijo de Oliveira buscando a la Maga de puente en puente, y un Hamlet de suburbio que clama por una arrasadora venganza cósmica: su mano izquierda quiere empuñar la daga y en la derecha todavía hay restos de la tiza con que escribió en todas las paredes el nombre de esa Ofelia que muy probablemente flote a tales horas río abajo. El tercer hombre es Josep Maria Pou, una súbita criatura de Bukowski o Fonollosa, bronco y alucinado de dolor y mal vino, sonámbulo en el termitero de putas y clientes de Barbès, ojeando la violencia nacida de la desesperación y el miedo de cada viernes por la noche, las zonas de sombra y peligro, los innumerables ghettos, con un fanfarroneo ("yo pego antes de preguntar") que no engaña a nadie, agotado por el desconcierto, recontándose la historia de la puta que se mató comiendo puñados de tierra del cementerio, tierra oscura y profunda, empapada de muerte, y en ese recuento intuimos que el personaje nunca ha estado más cerca de la emulación suicida, pero es sólo un relámpago antes de que doble la esquina y se aleje por Rochechouart y ocupe su espacio otro soliti ignoti con el rostro de Jordi Bosch, una voz ahora más ligera porque no tiene el peso de una historia que contar: es el momento de dejarse ir en la alta madrugada, de acogerse al breve ensueño de un poco de calma sobre la hierba y bajo los lejanos y altísimos árboles de Nicaragua, pero llega la certidumbre fríamente desesperada, todo igual, la jungla de las ciudades y la selva donde un general y sus secuaces disparan contra los hombres ocultos. Cercano el amanecer entra Francesc Orella con el empapado abrigo de La caída y los ojos incandescentes de dolor y rabia, de infinita fatiga. Cae la máscara inicial: el vagabundo ha sido robado y deshombrado por las fieras, sólo tiene humillación y soledad, y el eco de esa ira caótica que estalló, para apagarse como una cerilla, en un andén de la estación de Clichy. La nit just abans dels boscos es un hermoso y hondo espectáculo. Aquí nunca ha resonado Koltès tan bien dicho y sentido, pero la función resulta un punto sombrona, tonal y literalmente (¿es necesaria tanta penumbra?); todavía demasiado "educada" y solemne; demasiado tirada hacia abajo por una gravedad que no es la de la piedra atada al cuello sino la tristeza ritual, unificada y un tanto circunspecta del oratorio de lujo. Esa melancolía ha de predominar porque se trata de una voz (o voces) sin salida y no conviene, está claro, agitar los parlamentos ni precipitarse, pero yo diría que el texto pide un poco más de fisura, de electricidad. Quizás sea eso, que todavía falta un hervor en la dirección y en las palabras: un hervor de fiebre.

A propósito de La nit just abans dels boscos, de Koltès, en versión de Sergi Belbel, en el Lliure, de Barcelona

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