Los maestros pintores de Núremberg
El reciente montaje de Los maestros cantores de Núremberg debido a la biznieta del compositor, Katharina Wagner, en el Festival de Bayreuth de 2007 ha suscitado un escándalo perfectamente preparado del que han participado con el entusiasmo previsible como estrellas invitadas todos los medios de comunicación, quizá porque un escándalo es más estimulante que una ópera y más noticioso, sobre todo en verano. Debo adelantar que el montaje de la obra me ha parecido infame, pero, con todo, el escándalo no tendría más importancia que una nube de verano o una gamberrada selecta de no ser porque lo que hay detrás de esta puesta en escena es, sencilla y llanamente, el uso de una obra de arte para dirigirla en sentido contrario a la intención con que la compuso su autor; es decir, un acto gravísimo de traición intelectual.
Los maestros cantores es una ópera que plantea el conflicto entre tradición y modernidad en el arte, asunto éste de permanente actualidad. En la Alemania del siglo XV, la tradición del canto, arte de elevada espiritualidad, procede de los caballeros cantores y el arte del Minnesinger. Precisamente, Tanhäuser era uno de estos caballeros medievales y es el protagonista de la ópera de Wagner del mismo nombre. Los maestros cantores son maestros de oficios diversos, y ahora son ellos, ante la decadencia de las Órdenes de Caballeros, los que mantienen el alma del canto en un torneo anual en el que se celebra la excelencia de un arte que la aristocracia ha dejado de practicar. La obra comienza en el momento en que un caballero venido a menos, Walther von Stolzing, llega a Núremberg, se enamora a primera vista de la hija de uno de los maestros, Pogner, y éste anuncia que será quien gane el concurso de canto el que obtenga su mano. El joven Walther dispone sólo de un día para convertirse en maestro, lo que es punto menos que imposible debido a la complejidad y dificultad de este arte.
La obra plantea una serie de problemas de extraordinaria importancia. El primero, el ya mencionado del conflicto entre tradición y modernidad. Hans Sachs -verdadero héroe de la obra- es un maestro que tiene el respeto y la consideración de sus iguales, pero se diferencia de ellos en que, ante la actitud de cerrada tradición de los suyos, él es capaz de percibir que lo distinto, aunque no llegue a aceptarlo, también puede contener valor de arte; es el hombre que no se cierra ante lo nuevo, sino que, seguro y sabio, no tiene miedo a considerar el hipotético valor de algo que no pertenezca a lo consagrado por la tradición. A su vez, Walther representa al extranjero, al otro, al que viene de fuera; hay que darse cuenta de que Walther, que no es uno de los antiguos Minnesinger, pues éstos se han extinguido como tales, sí es un caballero, un aristócrata venido a menos; ahora, el canto no está en manos de su estirpe, sino en la de los maestros de oficios, y él debe participar en el torneo si desea conquistar a su amada. Este revés de situación sirve para marcar doblemente su condición de extranjero en Núremberg, de ajeno, de advenedizo; en suma: es el tema del "otro", del reconocimiento del otro, lo que entra en juego. Él proviene de una tradición que ahora está en manos de otros, de otra clase, y, a su vez, esta otra clase le cierra el camino por no ajustarse a la ortodoxia. Segundo problema de importancia en la obra, ligado al primero.
Como era de esperar, Walther no pasa la prueba; pero en la ejecución de la prueba es donde Hans Sachs advierte que hay algo en la interpretación del joven que posee una libertad y una alegría y viveza que se encuentran lejos de las severas reglas del canto de los maestros y que resulta estimulante. No acaba de entenderlo, pero no deja de percibir esa frescura, la calidad vital de ese canto distinto que Walther se ha visto obligado a improvisar, pues carece de formación. De ahí arranca la presencia del tercer problema de importancia, que es la solución del conflicto. La sensibilidad y la rectitud de Hans, a partes iguales, le colocan en la difícil tesitura de actuar en conciencia; y eso hará. Así pues, la obra se adentra en tres de los más altos asuntos que se trae el ser humano entre manos: la relación tradición-modernidad, el problema del otro y el valor de la conciencia. Éste es un resumen hecho grosso modo y prescindiendo de la compleja sutileza de matices que son los que verdaderamente enriquecen la obra.
La señora Katharina Wagner, en una reciente entrevista en el diario EL PAÍS, declaraba haber hecho un montaje en el que buscaba afrontar la nazificación de la música wagneriana, lo que, teniendo en cuenta la distancia temporal que media entre Wagner y el Tercer Reich, parece un tanto fuera de lugar. De todos es sabido que Los maestros cantores era la ópera preferida de Hitler, sobre todo por la exaltación de los valores artísticos del pueblo alemán en la intervención final de Hans Sachs, pero del alemanismo al nazismo también hay un paso considerable. Lo que de verdad sobresale es la simpleza repetitiva y aburrida del épater les bourgeois que alimenta la pueril provocación de la puesta en escena y que se explica por la declarada admiración de la entrevistada por uno de esos directores de escena convertidos en provocadores de profesión que se dedican a dorar el ego de una burguesía encantada de que la escandalicen levantándole las faldas. Y, en fin, que los cantores se conviertan en pintores y se dediquen a hacer una competición de puzzles y de brochazos es grotesco e inconsecuente, y, ya puestos, nadie entiende el porqué de reconvertirlos en pintores y no, por ejemplo, en gladiadores o pescadores de trucha con mosca.
Hasta aquí no hay traición, sino tontería para consumo de papanatas. Lo grave son otros cambios. En la versión de Katharina Wagner, Hans Sachs se convierte en un altivo contestatario que busca diferenciarse de los demás maestros por su atuendo informal, por ir descalzo donde todos se calzan, por fumar donde no se fuma y por escribir a máquina como un poseso. En cuanto a Walther, de ser el ajeno se transforma en un jovencito malcriado que la emprende a patadas y brochazos con todo lo que le desagrada, incapaz de enfrentarse a la frustración o a lo que no sea su santa voluntad. De este modo, los dos grandes temas se diluyen convertidos en mera anécdota, y el tercero, la conciencia, desaparece en un tercer acto cuya única función es superar en disparates a los dos anteriores. Del sabio y receptivo Sachs, del extranjero Walther que se conquista a su amada trayendo un aire nuevo y de la superación del conflicto entre dos concepciones del arte no queda nada; es decir, nada de lo que impulsó a Wagner a componer esta obra.
La pregunta, en esta época de lo que se ha dado en llamar "versiones", es ¿hasta qué punto se puede suplantar la voluntad de los clásicos? Reconozcamos que es mucho más fácil e inmediatamente gratificante montar una obra que crearla. Quizá estemos entrando en un periodo de decadencia en el que los Directores de Escena sean el futuro próximo, como estrellas mediáticas y como usurpadores de la función del autor; un periodo en el que ya no se creen nuevas obras, sino, preferentemente, adaptaciones y "puestas en escena". El daño no está en la irreverencia (que, por más tonta que sea, no es más que eso); el verdadero daño es que con la irreverencia se traicione la intención y el sentido con que el autor creó su obra, que eso sí es grave. Cambiar la intención del autor no es ponerlo al día ni interpretarlo en otra clave; es alterar a traición su pensamiento. ¿Qué diríamos de un escritor que decide reescribir ce por be La metamorfosis de Kafka, sólo que despertando a un Gregorio Samsa pacifista convertido en traficante de armas para la Yihad Islámica?
El montaje de Los maestros cantores de Núremberg convertidos en pintores de brocha gorda es un síntoma de decadencia y de impotencia. La sociedad se aburre y los pseudocreadores se crecen. Malos tiempos son éstos para la inteligencia. Y para los clásicos.
-José María Guelbenzu es escritor.
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