Pan amargo
Una imagen vale más que mil palabras. La calle toma la tele y le hace decir, de veras, lo que pasa. Elvira Lindo contaba anteayer aquí, en su columna, lo que ve en Callejeros, de Cuatro. Siempre está más cerca la gente que lo vive que la gente que lo cuenta. Nació para eso la televisión, nació para eso la radio, nació para eso el periodismo escrito. Y cuando sucede algo -el terremoto de Perú, el drama de Omayra en Colombia, los incendios canarios o de Castellón o de Galicia o de Grecia- es más grave que lo diga quien lo sufre que aquel que lo va a ver. Ésa es la otra servidumbre del periodista: se queda en segundo plano, y los que cuentan son los que padecen. Eugenio Scalfari decía -se lo dijo a unos alumnos de la Escuela de Periodismo de EL PAIS, hace años- que periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente. Eso era antes: ahora es la gente la que cuenta, y el periodista le pone a su disposición los medios. Esa mujer de Barbate contando, ante los periodistas, ante las cámaras de televisión, su drama personal, la muerte súbita de los pescadores, es una crónica singular, dramática, invalida cualquier otra anotación. "Qué pan tan amargo". Victoriano Crémer, el poeta de León que ahora cuenta su primer centenario, tiene un verso imposible de superar en su soledad, en su despedida de toda felicidad: "Dios, qué vida, da rabia beber sin alegría". Juan Cueto suele reclamar una mirada distraída para entender lo que se mueve; en realidad, la tele es "la gran mirada distraída", pero se congela, con fuego, cuando tiene que tratar los dramas. Se acabó el periodismo de siempre, o de anteayer, cuando las alcachofas o los magnetófonos o las plumas eran los intermediarios de los sucesos. El drama está en primer plano y tiene su propia voz. "Qué pan tan amargo". Decía José Hierro que quería contar las cosas "sin vuelo en el verso". Las cámaras ahora parecen más despojadas de vuelos, y el verso está desnudo y es terrible. Qué pan tan amargo.
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