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Reportaje:

La vida bajo un seto

Una decena de personas mora bajo los arbustos del jardín de la plaza de Oriente

Sonia quiere volver a su vida de antes. Ricardo la quiere olvidar. En el cruce entre un pasado que duele y un futuro sin fuerzas para imaginar, Sonia y Ricardo han aprendido a quererse. Se conocieron bajo un árbol, en un banco de la plaza de Oriente. Fue hace un mes, y desde entonces duermen abrazados en un saco de dormir a los pies de un arbusto modelado en forma de cilindro. Es el techo de su casa. Se eleva entre los bajos frisos verdes de los jardines reales. Un cartón y un plástico negro les protegen del sol.

Es como veranear en una tienda de campaña. Guardan el jabón y el papel higiénico en un bolso de supermercado escondido entre las ramas del césped. Los rincones apartados y las fuentes proporcionan los servicios. Invitan a entrar ceremoniosos: un portal imaginario al lado de la estatua ecuestre del rey Felipe IV, un pasillo de tierra mojada que serpentea entre los arabescos del césped y luego un salón dormitorio bajo las ramas del ciprés. Comen bocadillos regalados en los bares y se han hecho amigos de los basureros, que les guardan lo que pueda serles útil.

"Se han repartido las zonas del parque", explica el jardinero Antonio

Ricardo es portugués y tiene 40 años. Llegó a España huyendo de algo que no ha contado ni a Sonia. En Madrid trabajó como portero en una discoteca y tras una pelea fue detenido. En la cárcel se tatuó los brazos: una cruz y una calavera con una hoz, de tinta azul y línea borrosa. Cuando salió, no tenía nada. Ni un euro, ni una habitación, ni un amigo. Acabó en la plaza de Oriente. Allí, sentada, estaba Sonia, que jugueteaba con los dedos entre su pelo rojo fuego.

A veces Ricardo tiene pesadillas bajo el árbol y sale a ver las estrellas. Entonces imagina que la vida puede ser distinta y la hilvana suspendida entre realidad y sueños: "Mañana empiezo a trabajar en una tienda de zapatos. Me darán un uniforme marrón". Pedirá en adelanto el primer sueldo, alquilará una habitación para vivir con ella. "Sonia tiene que dejar de beber, la quiero ayudar"; su brazo ciñe la cadera esbelta de ella. "Soy alcohólica. Quiero desintoxicarme", confiesa la mujer.

La cerveza es la droga de Sonia. Empezó con su ex novio. "Él bebía mucho y se ponía agresivo. Me pegaba sin parar. Mis padres cortaron conmigo porque no quise dejarle. Pero una noche me dio tan fuerte que la vecina llamó a la policía. Estuve cinco días en el hospital y decidí no volver nunca jamás". Ésta es la historia de Sonia, madrileña de 37 años, antigua teleoperadora. Quiere volver a ser guapa, a maquillarse y recuperar el amor de sus padres. "Antes me quito el mono", promete. Pero luego pide dos euros para una litrona.

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Mientras hablan, llega una furgoneta de Medio Ambiente del Ayuntamiento. Antonio es uno de los jardineros. Sabe muy bien que hay gente que vive en los árboles. "Se han repartido las zonas: en la parte de arriba, donde el parque infantil, duermen los rumanos; en los cipreses, a la derecha de Felipe IV, los españoles; a la izquierda, los de Europa del Este", explica. Luego, en la explanada de grava, más allá, están los borrachos. Antonio compone en el aire un puzzle imaginario de la pobreza de la ciudad. Mientras, el Palacio Real por un lado y el Teatro por el otro descansan en su noble quietud.

En este segmento del Madrid más aristócrata, se cruzan historias y destinos muy distintos. Ricos y pobres comparten el espacio, mirando de reojo a los turistas de deportivas y cámara al cuello. Como si fueran usurpadores. Allí vive Emilio, frente el esplendor de las "ciento y pico habitaciones" del palacio. Lo leyó una vez en un libro que un turista olvidó en un banco.

Emilio nació en Carabanchel, trabajó de frutero con 13 años, en el Rastro con 16 y luego de montador de azulejos. Tenía una casa, una cocina nueva, una furgoneta y un bar donde jugaba a la rana con los amigos. Y tenía una mujer: "¡Ay, Manuela, qué guapa era, un ángel!". Pero Manuela enfermó de tiroides y murió a los 37 años en un quirófano. Éste fue el momento crítico en la vida de Emilio. El dolor, a veces, no lo puede tolerar.

Lo dejó todo. La casa, a los hijos que ella tenía con su anterior marido; la furgoneta, los azulejos. Ni una foto se salvó. "Decidí no volver nunca más y vine aquí", explica. De eso hace 12 años. ¿Por qué aquí frente al palacio de un rey? "Me recuerda que no necesito nada para vivir", contesta.

Emilio se sabe de memoria el nombre de todos los reyes de estuco de los pedestales. Los declina con una cantinela de niño diligente, mientras se agacha para buscar su cartón de tinto. Ya está a punto de agotarse y envía a un amigo a comprar otro. "Procura traerlo frío", le grita. Cuenta que a su amigo le pegaron unos rumanos que querían robarle la chaqueta. "Más que con la policía, tenemos problemas entre nosotros", dice. "Los pobres se roban todo". Pero no piensa irse. No quiere un albergue municipal, porque los horarios y las normas no son para él. Quiere ser libre. Como el Barón rampante, el héroe de Italo Calvino, su casa está en un árbol.

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