Presos de la semántica
Es de alabar la facilidad con que tirios y troyanos se han puesto a discutir sobre el asunto de las áreas metropolitanas. Y si no fuese por el fuste intelectual de algunos de los participantes, semejaría más bien la corte de los milagros, tanta es la mercancía averiada que circula en declaraciones y manifiestos, rehenes muchos de ellos de añejos nominalismos. Cuando no de diversas interpretaciones del poder, sólo relativamente ocultas por la semántica, lo cual, por otra parte, me parece lícito, siempre y cuando no conduzca a no hacer nada. Seamos serios y prácticos: en el mundo progresivamente urbano en el que vivimos, repleto de fenómenos de congestión y de problemas de movilidad que emanan de aglomeraciones casi siempre mal gestionadas, o, simplemente, no gestionadas, emergen con claridad las dificultades derivadas de la inadaptación de los límites administrativos a las realidades económicas y sociales. Dicho de otra manera, se asiste a la balcanización del espacio urbano, lo que, en la mayoría de los casos, resulta incompatible con el espacio político responsable de los servicios públicos locales.
La falta de adecuación entre los territorios institucionales -con sus fronteras administrativas -, los territorios funcionales - que alcanzan hasta donde los bienes colectivos desparraman sus beneficios- y los territorios de la movilidad - de personas y empresas- , hace que las políticas diseñadas tradicionalmente para el espacio institucional sean ineficientes, en ausencia de una recomposición territorial o de una colaboración entre jurisdicciones, generalmente municipios.
La experiencia demuestra - y la comparada a nivel internacional es muy ilustrativa- que en el mundo urbano han de buscarse fórmulas que privilegien el gobierno a dos niveles, constituya o no el nivel de la aglomeración un ente local en sí mismo. En la Unión Europea, caracterizada por una gran densidad institucional, se han elegido caminos no siempre coincidentes, según los países, pero la filosofía es común. Otra cosa es que nos convirtamos en rehenes de las palabras y nos peguemos como lapas a la denominación área metropolitana. Cierto es que en muchos lugares del mundo fracasó ese invento, a menudo, por su impronta tecnocrática, sin sitio para la accesibilidad política de los ciudadanos. Entre nosotros, el advenimiento del Estado autonómico puso de relieve el recelo con que eran contempladas las entidades metropolitanas, celosos los gobiernos subcentrales de un poder que consideraban peligroso para sus intereses. El caso de Barcelona fue paradigmático en este sentido.
Está claro que el debate gallego debería desembocar en alguna clarificación. Por ejemplo, estas áreas urbanas funcionales ¿van a ser sólo instrumentos al servicio de una hipotética planificación o prestarán servicios con economías de escala? ¿Se va a tener presente, a efectos de precisar su naturaleza, la estrategia de Lisboa, que reserva un papel a las aglomeraciones urbanas ante la competitividad? ¿Se es consciente de que el armazón institucional que se construya ha de servir igualmente a la cohesión social, pues es en estas zonas en donde aquella está más amenazada?
También conviene recordar que el tamaño, aun importando, no es decisivo. No es imprescindible esperar a que se alcancen millones de habitantes para afrontar el problema. La dimensión exacerba los inconvenientes de la pasividad a la hora de buscar soluciones, pero la esencia de aquéllos es prácticamente la misma en Lyon, pongamos por caso, que en Vigo. Y así son muchas las aglomeraciones metropolitanas de amplitud media que se pueden encontrar funcionando por el mundo adelante. En Galicia existen áreas urbanas merecedoras de una mejor gobernanza. Si no se hace nada, o se hace mal, no seremos capaces de resolver la disyuntiva entre necesidad de gobierno y capacidad de gobernar. El señor conselleiro de Presidencia tiene, al menos, el mérito de provocar la controversia. Contienda nutrida de gente bien avisada y coros de flatus vocis. Como la vida misma.
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