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Columna
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Abejas

"¡HASTA QUÉ punto están en migración todas las cosas!", escribió, en 1925, Rainer Maria Rilke (1875-1926) a la pintora suiza Sophy Giauque. "¡Cómo se refugian en nosotros, cómo desean, todas, ser salvadas de su vida exterior y revivir en ese más allá que encerramos en nosotros mismos, para hacerlas más profundas!". Podría parecer paradójico que el poeta conminase a una pintora a la tarea de salvar las cosas prescindiendo de su apariencia externa, pero sólo si antes no se explica que, para Rilke, con esta tarea, se combate la fugacidad, la de ese tiempo mecanizado que únicamente da crédito a lo inmediato, visible, mientras que el verdadero artista, cuyo interior es "suave convento" de lo vivido, soñado e imposible, es el que logra transformar en canto apasionado lo que permanece mudo sin que le importe hacerse por ello comprender. Amante del arte e íntimo de muchos artistas contemporáneos, como, entre otros, Rodin, Klee, Franz Marc, Kokoschka o Paula Modersohn Becker, Rilke estuvo casado con la escultora Clara Westhoff y escribió notables ensayos sobre Rodin, del que llegó a ser secretario personal, y sobre Cézanne. Fue, además, uno de los primeros y más entusiastas admiradores del todavía poco conocido y apreciado El Greco, por el que emprendió un viaje a Toledo en 1911, que culminaba una pasión atizada en el estudio parisiense de Zuloaga en 1903, pues fue allí donde pudo contemplar, por primera vez, cuadros del pintor candiota. Son éstos, en todo caso, algunos pocos datos sobre la amplia y profunda vinculación de Rilke al mundo de las artes plásticas, como podrá comprobar quien ahora lea la concienzuda biografía que sobre él ha escrito Antonio Pau, Vida de Rainer Maria Rilke. La belleza y el espanto (Trotta), que no sólo hace un repaso exhaustivo de todo lo que le pasó al genial poeta, sino que interpreta su pensamiento y su lírica.

De todas las artes, me atrevo a conjeturar que la más querida para Rilke fue la escultura, tan castigada por nuestra época por ser el más cumplido paradigma del intemporal clasicismo. Fue la preferida, según creo, precisamente por ser la escultura más esquiva al paso del tiempo, pero también por su condición de "cosa" y por su vocación de "monumento", algo, esto último, que no debe ser interpretado como "grande" o "espectacular", sino como el testimonio que nos avisa de lo que vamos olvidando, que es, cada vez, casi todo lo fundamental.

En un momento determinado, y en esta misma dirección, este poeta visionario se exalta con el propósito de que nada de lo que ha existido, bello o terrible, inmediato o alejado, pasado o futuro, es real o imaginado, humano o inhumano, terrenal o cósmico, pase inadvertido. Es como adoptar el punto de vista de Dios, que no en balde fue legendariamente considerado como el primer escultor, el gran transformador. Pero ¿por qué transformar el todo del Todo? "...Porque nuestra tarea", afirma Rilke, "es imprimir en nosotros esta tierra transitoria y caduca, y hacerlo de un modo tan profundo, tan doloroso y apasionado, que su esencia vuelva a resucitar en nosotros invisiblemente. Somos las abejas de lo invisible. Libamos desesperadamente la miel de lo visible para acumularla en la gran colmena de oro de lo Invisible".

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