Colorín, colorado
En un reino muy lejano, donde las fábricas de hilaturas se convertían en bibliotecas (como la de Can Fabra, al fondo, en la fotografía), vivía un fresador muy bueno, casado con una mujer muy guapa venida de Oriente y que le había dado una hija tan hermosa que le pusieron el nombre de República. Ocurrió que la mujer leyó un libro de autoayuda, y se puso enferma. Antes de morir, sacó una muñeca de la maleta que la había acompañado en su viaje de emigrante y se la regaló a su hija: "Oye lo que te digo, República mía: nunca te separes de esta muñeca; pero que nadie sepa que la tienes. Si te pasa algo malo, dale de comer, y ella te ayudará".
El fresador empezó a pensar en casarse otra vez, y tomó por esposa a la viuda del general Prim, que era quien había mandado bombardear la ciudad donde vivía el fresador, precisamente en el año en que se fundó la fábrica de hilaturas a la que me refería al principio del cuento. Aquella viuda tenía casi 200 años y dos hijas muy feas, que le hacían la vida imposible a su hermanastra: cóseme esto urgentemente, plánchame lo otro para hoy, escarda esas malezas, y si tienes que quedarte un rato más ya lo arreglaremos..., y así la tenían con el alma en un hilo. Pero la pequeña República lo soportaba sin lamentarse, y cada día se la veía más lozana, pues cuando todos se iban a dormir, ella se encerraba con su muñequita, y le decía: "Toma, cómete tú el pedacito de pizza rápida que me han dejado. Sabe a cartón; pero, muñequita, tú también eres de trapo y de cartón".
Era una explanada de alquitrán, hecha hacer por el alcalde para impedir que volviesen a las casuchas los duendecillos de pies negros que desalojó
Cuando deslocalizaron la planta donde trabajaba el fresador, éste tuvo que marcharse muy lejos, y así dejó a su hijita sola con la madrastra y sus dos hermanastras. Una noche en que la familia se disponía a ver en la televisión cómo bailaba su danza de esclava la nieta de Franco, se fue la luz en todo el barrio como se va el amor sin que nadie se lo espere, y entonces la madrastra envió a la pobre República a buscar lumbre a un calvero que se extendía cerca de la fábrica de hilaturas, y que era una explanada de alquitrán, mandada hacer rápidamente por el alcalde de la ciudad para impedir que volviesen a unas casuchas que había en ese sitio los duendecillos de pies negros, los demonios trasquilados y otros genios de perro y flauta que había hecho desalojar de allí. Justamente ése había sido el primer desalojo de cabañas ocupadas en el bosque aquel año de 2007, y derribados sus cobertizos se desperdigaron por aquella ciudad 69 diablillos, algunos muy necesitados de jabón.
En la linde de aquella explanada, la pequeña República dio con una choza de patas de gallina, que tenía en el techo un casco de soldado troyano (como el que se ve también en la fotografía). En ella moraba la maga Mora, que se encargaba de custodiar el fuego, y mantenerlo despabilado para que con su luz las cosas que pasan en el bosque quedasen a las claras. La maga, que descifraba un comunicado de prensa oficial, al principio se irritó por la irrupción de la niña: "Humm... ¡huele a carne de niño! ¿Quién anda ahí?", exclamó. Entonces la pequeña República le explicó quién era, y con qué familia vivía y a qué había ido. "¡De acuerdo!", suspiró la maga: "Te daré una llamita de fuego metida en una cáscara de huevo, y procura que ni se te apague ni se te caiga, porque no volveré a darte otra". Cuando recibió la llama, la niña se puso muy contenta, y se volvió a su casa andando con cien ojos; pero en el camino le salió un guerrero, que venía de mil guerras, que también son la guerra de Troya. Como le pareció tan guapa la pequeña República, el guerrero le hizo una fotografía, y así fue que la niña se asustó con la luz del flash, y se le cayó la llama al alquitrán del suelo. De repente, se dibujó bajo sus pies un laberinto de tiza, y en él se quedó presa, como en una fotografía. Y por eso todavía hay gente que espera a la República.
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