Posibilidades
Marta le gusta ir a ver pisos en venta. No puede comprarlos, pero le gusta conocerlos, imaginar su vida en ellos. Visitándolos, visita en realidad futuras rutinas, vidas posibles que elabora a su medida mientras recorre las habitaciones de un pasado ajeno, imaginando cómo serán en ellas el amor, la soledad y el miedo; imaginando desencuentros, regalos, triciclos, los sábados de su pasión y la sombra gris de su aburrimiento, proyectada ya sobre las flores descoloridas del papel en las paredes. Y cruza las puertas sin marco de la posibilidad y recorre los pasillos inventando en ellos su dulce porvenir, el mismo que esquivó antes a todas las mujeres de su familia, generación tras generación.
Caminaban juntos por el pasillo de una casa y comprendió que podría seguir haciéndolo toda la vida
Marta lee en los periódicos que el ladrillo está por las nubes y no sabe bien qué significa
Al principio se conformaba con leer los anuncios en las páginas de clasificados de los periódicos, interior, semi-lujo, para entrar. Leyéndolos imaginaba los espacios, las largas estanterías de madera y los libros amontonados en ellas, pilas enteras que Marta ordenaba en su cabeza cada noche por autores, por títulos, después por colores y vuelta a empezar.
Descubrió una página web en la que podía ver fotografías de pisos en venta, a veces incluso visitarlos virtualmente. Marta pasaba noches enteras conectada, buscando en la Red futuros céntricos, soleados, con la avidez con la que otros buscan sexo, información o amistad y lo que venga. Las reuniones en su pequeño apartamento alquilado terminaban casi siempre ante la pantalla del ordenador, el grupo de amigos que éramos recorriendo pasillos, habitaciones por las que ella se movía experta, guía virtual de un museo de vidas ajenas.
Entonces comenzó a ir a verlos. Pronto experimentó la agradable sensación de que paseaba por el pasado reciente de otros. Imaginaba sin dificultad las discusiones en las cocinas y el amor después, en los dormitorios; imaginaba los hijos que vinieron y el salón comedor que se usaba sólo para las grandes ocasiones, que cada vez eran menos, y donde la tarde del invierno más frío él le anunció que se marchaba.
Dice Marta que a ella las casas le hablan. No al modo de las casas encantadas de los cuentos; más como un confidente, como un narrador experto que conoce la honda elocuencia de los silencios. Y le dicen debes irte, aquí no vas a ser feliz, nadie hasta ahora lo fue entre mis tabiques, tan delgados. Y le dicen quédate conmigo, te protegeré de la lluvia en otoño, del calor en verano; quédate, desesperadas tras años a la venta, el amor propio por los suelos levantados de terrazo.
En un apartamento pequeño, silencioso, imaginó una mesa con una sola silla, imaginó una lámpara de bajo consumo, una novela de Stevenson sobre la mesilla. Se sintió sola y dudó. En un chalet exclusivo, con parcela propia y zona de servicio, se vio celebrando sus bodas de plata y se sintió ajena. En un piso grande, señorial, bien comunicado, se vio criando cinco hijos. Antes de que el vendedor pudiera mostrarle el dormitorio de invitados, Marta se despedía del portero físico en el portal, sin detenerse siquiera.
A Marta, comprar una casa sobre plano le parece una aberración, tanto como enamorarse de un hombre a partir de la lectura de su partida de nacimiento. Lee en los periódicos que el ladrillo está por las nubes y no sabe bien qué significa, pero sí, porque lo vive a diario, que sus posibles vidas resultan inalcanzables, y con ellas sus sueños, aunque, bien pensado, también sus posibles decepciones.
Al visitarlas, deambula Marta en realidad por su futuro inmediato, por sus treinta codiciados años, que imagina sin dificultad visitados de tiernos amantes. Y deambula por su madurez serena, por su decepción, por su menopausia. Y también por su vejez tranquila, de largas lecturas y recuerdos limpios. Quizá por eso a veces Marta camina más despacio, y cansada, se apoya delicadamente sobre el alféizar de la terraza, contemplando satisfecha el vasto paisaje de su memoria. Dice que le pasó una vez, que desde allí pudo ver con nitidez su vida entera, como si ya hubiera sucedido. Y que lo que vio le gustó.
Pero aquélla era una vida con entrada de servicio y techos altos, una vida de muchos metros cuadrados, con vistas a un futuro maravilloso pero inalcanzable. Se despidió llorando del vendedor, que insistió en convidarla a un refresco en una cafetería próxima. Allí trató de consolarla, le propuso ir a ver otros pisos sin comprender que no era su precio lo que descorazonaba a Marta, sino la vida tan maravillosa que había imaginado en él, y que quizá ya nunca tendría.
Luego se enamoró de él. Sucedió meses después, una tarde como las otras, sin violines ni arco iris. Caminaban juntos por el pasillo de una casa y comprendió que podría seguir haciéndolo toda la vida. Imaginó la costumbre a su lado. Imaginó las riñas y los desacuerdos. Imaginó el aburrimiento, imaginó la ofensa y el perdón. Imaginó los días de vino y rosas, y la resaca, y las espinas. Y el sol de media tarde, reflejado en la mesa de cristal baja que tendrán, dorando su pelo castaño. E imaginó el sexo con él, desde luego, en el lugar donde una vez hubo una cama grande, de matrimonio. Y le gustó.
Luego se besaron con rutina, como si no hubieran hecho otra cosa en su vida.
Hoy comparten un apartamento interior de dos dormitorios con zonas comunes en un barrio de la periferia. Su vida juntos, sin embargo, es una vida soleada, con suelos de tarima y muchas posibilidades; tiene unas maravillosas vistas a su futuro y cientos de habitaciones, la mayor parte de ellas aún por descubrir.
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