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Columna
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Los invisibles

No hay mayor distancia que cerrar los ojos, porque hacerlo manda todo lo que no quiere verse a otro mundo, fuera de los límites de lo que llamamos realidad. Eso lo pensó Juan Urbano mientras leía la noticia de que un incendio había destruido las chabolas que unas familias tenían en un descampado del distrito de Fuencarral. Le estremeció notar que la crónica del suceso estaba atravesada por palabras propias del lenguaje con que se describe un infierno: infravivienda, hediondo, marginal, barracón, arrabales, chatarra... Palabras por lo general impensables un par de kilómetros más allá del suburbio, en la ciudad próspera y civilizada a cuyas márgenes más extremas pertenecen esos lugares siniestros en los que, de forma vergonzosa y casi increíble, se hacinan las personas más desfavorecidas de nuestra sociedad.

Porque supongo a estas alturas, con lo que está ocurriendo en este planeta de inmigraciones globales, que ya no hay quien pueda discutir ese adjetivo como hasta hoy se ha hecho tantas veces, afirmando que hay etnias que viven ahí porque quieren, porque pertenecen a una cultura nómada, porque han elegido esa clase de existencia a pesar de poder permitirse algo mejor...

Quizá por eso le han puesto algunos nombres extraños a esos lugares residuales, incluido el de "hipermercados de la droga": ya ven, ni más ni menos que hipermercados, esas catedrales del consumismo, con sus largos pasillos que son atajos para la vida burguesa, sus cajas registradoras, sus productos frescos, sus ofertas de ocio y confort, sus carros llenos de productos para pasar la semana y sus tarjetas de crédito. Qué ironía.

Lo más extraño del drama de los poblados marginales es la naturalidad con que parecen ser aceptados, como si fuesen algo normal, un fenómeno inherente al desarrollo urbanístico o, peor aún, una parte de la basura inevitable que genera el Estado de bienestar.

Tal vez por eso los vertederos humanos sólo existen para la opinión pública y los medios de comunicación cuando se comete en ellos un asesinato; y, en esas ocasiones, es frecuente que la información que se da de las reyertas, las luchas de clanes o los brutales ajustes de cuentas que a menudo se resuelven con varios muertos caídos en la arena huérfana de un solar, suela tender, en cierto sentido, a considerar esos crímenes un fenómeno rutinario entre los habitantes de las tinieblas. Cadáveres baratos, a fin de cuentas. Parece mentira. Al otro lado de los escombros y los tejados de uralita, de las casas sin agua corriente y con electricidad robada de un poste de la luz, se habla estos días de la rehabilitación de los barrios de Madrid. De hecho, el alcalde tiene prometido una y otra vez, desde hace tiempo, arreglar más de cuarenta mil pisos. No ha cumplido su compromiso íntegramente, aunque algunas zonas sí que han sido restauradas, y además muy bien, rescatando numerosos edificios de la decadencia y haciéndolos, de paso, más seguros. Es una tarea necesaria, hay que apuntalar, dar una mano de pintura, poner ascensores, ampliar las aceras, quitar barreras arquitectónicas y plantar árboles, entre otras cosas. Pero ¿y qué pasa con los poblados chabolistas? ¿Cómo es posible que en plena era virtual se permita que existan? Paradojas del progreso: cuanto más altas suben las torres de la prosperidad, más abajo caen los que siempre estuvieron abajo del todo. Así que ya ven, tantos números de nueve cifras dando vueltas por dentro de los parlamentos y la miseria sigue como siempre: sólo se puede multiplicar por cero.

A Juan Urbano le deprimió la noticia de las chabolas que habían ardido en el barrio de Fuencarral y mientras regresaba a su piso forcejeando con el calor de agosto, imaginó el humo insustancial de las paredes de cartón, los niños descalzos, las llamas que quemaban la nada, los camiones rojos de los bomberos arrojando su agua sofisticada sobre aquel erial... "Bueno", se dijo, "es que hay quien sólo aparece en los diarios cuando le ocurre una desgracia, igual que los boxeadores muertos". No hay derecho.

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