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Columna
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Las cuentas y la tribu

En las últimas semanas, dos seísmos leves pero intensos, como corresponde a la idiosincrasia de la tribu, se registraron en Galicia: la divulgación de los informes del Consello de Contas (que afectan, sobre todo, a la Cidade da Cultura) y la polémica abierta sobre la organización político-administrativa del país (las áreas metropolitanas). Cada uno de ellos, en su escala, revelan un déficit democrático de nuestra vida social y política. Vayamos por partes.

En cualquier empresa privada se sabe que hay unas condiciones e incluso un tiempo en la vida diaria de las compañías en las que aparecen unos señores de gafas, corbata y calculadora que exigen levantar todas las alfombras contables y que durante su presencia todo gira en función de saciar su curiosidad legal y administrativa. Son los auditores. En todas las organizaciones sanas y sensatas se acaba asumiendo que son un imperativo legal con el que hay que cumplir año a año y que constituyen la garantía, no sólo ante las autoridades sino también ante los accionistas, de que las cosas se hacen bien. Por eso llama la atención la dilación en el tiempo y la escasa fuerza legal directa que tienen los informes del Consello de Contas y que acaba constituyendo, de hecho, la impunidad más absoluta para las chorizadas de los gestores políticos. Es escalofriante comprobar el absoluto desprecio por la legalidad administrativa y por el sentido común con que se gestionó desde la Xunta del PP la Cidade da Cultura, pero más pavor causa el retraso con que llegan a conocimiento público los informes del Consello. Ninguno de los cuatreros políticos que urdieron la malversación ocupa hoy sus puestos y, lo que es peor, el mal es irreversible.

Las obras del monte Gaiás no se pueden desmontar ni exigir a los proveedores la devolución del dinero a no ser por intrincados mecanismos jurídico-políticos que acabarán, sin duda, en la insolvencia e irresponsabilidad de los ejecutantes del chanchullo. Llama la atención que haya tenido que ser un sindicato (CIG) el que haya demandado la intervención de los tribunales en el asunto. Es algo así como si los controles de alcoholemia se nos hiciesen a los conductores al llegar a destino y los datos se publicasen dos años después. Tampoco se entiende la pretendida cortesía institucional del actual gobierno, que evita protagonizar la denuncia del atropello, más allá de las declaraciones de prensa y de gestionar con estoicismo y resignación las consecuencias del más que presunto desfalco.

Quizás todo esto tenga que ver con una ideología utilitarista del poder. Los partidos y los políticos profesionales parecen incapacitados para articular y planificar modelos de gestión alternativos y eficaces para ejercer el poder público además de ocuparlo. Por eso resulta llamativo la ausencia de alternativas claras y elaboradas para las provincias y diputaciones ¿Para qué sirve una diputación provincial además de para repartir pasta que bien podrían administrar los municipios y gobiernos autónomos? ¿Cómo se entiende la disputa de patio de colegio en la que se han enzarzado los responsables políticos a propósito de las áreas metropolitanas? La discusión política avanza por dos territorios especialmente perversos: el reparto del poder y el localismo tribal, posiblemente junto con la dependencia económica y política de Galicia, la mayor lacra que explica nuestro déficit histórico y falta de autoestima ¿Por qué no se habla más de comarcalización siendo las comarcas unidades más naturales de organización administrativa y territorial? Quizás lo peor de todo sea comprobar que ni siquiera se han parado previamente a pensar en ello.

Es urgente que se articulen y sofistiquen, incluso, los mecanismos de control del dinero público, y resulta intolerable que circulen por la vida política bocazas que no hacen más que pelear por el ámbito de su poder y no por la racionalidad de la gestión de la vida pública. Los habitantes de la tribu necesitamos que la tribu funcione bien y honradamente.

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