¡Qué malo el golpe de calor!
El golpe de calor tiene definición médica, pero todo el mundo lo usa laxamente para describir ese estado de abotargamiento en el que la cabeza se recalienta y se hacen cosas raras. El cine ha usado la cara menos amable del verano como inquietante telón de fondo. En los westerns, el calor siempre es una mala señal: plano de sol, igual a duelo inminente.
Hay calores que te crees más que otros; uno de los mejores filmando el sufrimiento pegajoso es Werner Herzog, que en Fitzcarraldo (1982) o en Aguirre, la cólera de Dios (1972) hizo sudar la gota gorda a los actores, cuyos jadeos convencen porque son verdad. La temperatura puede ser crispante, como en la espléndida Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957), donde un ventilador roto aumenta la tensión y la claustrofobia en la sala del jurado. O puede ser caníbal y asesina, como la de De repente, el último verano (Joseph L. Mankiewicz, 1960).
Hay calores calenturientos, como ese sudor ancestral que late en Picnic en Hanging Rock (Peter Weir, 1975), donde sabes que va a pasar algo malo en el momento en que las acaloradas muchachas victorianas se quedan en enaguas. Recuerda a aquella siesta de Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939): las niñas duermen en pololos, abanicadas por los esclavos, salvo Escarlata, que no puede con ese calor agorero que precede a la guerra, la del Sur, y la suya propia.
Detonante de violencia
A veces el calor es el detonante de la violencia, la gota que colma el vaso. En Un día de furia (Joel Schumacher, 1993) cualquiera entiende el reventón del protagonista atrapado en un atasco sin aire acondicionado. Schumacher retrata con fría empatía el derrumbe de un señor cualquiera al que se le tuerce el día. Michael Douglas, el señor, lo borda. La explosión del burócrata blanco se rodó en Los Ángeles durante el convulso verano de 1992. Aquellos disturbios raciales protagonizan también Haz lo que debas (Spike Lee, 1989). Otro día estival, esta vez en Brooklyn, que comienza a lo Dickens, con el retrato soberbio de una sociedad en tensión, y acaba fatal.
El título original de Tarde de perros (Sidney Lumet, 1975), Dog day afternoon, alude al calor. "En esos asfixiantes días del verano (dog days) puede pasar de todo", leía el póster. "El 22 de agosto de 1972 pasó de todo". Basada en un hecho real (una pareja de don nadies que roba un banco para pagar la operación de cambio de sexo del novio de uno de ellos), la película no sería tan devastadora si Al Pacino no sudase a lo largo de toda su magnífica interpretación.
También suda la Segovia de La caza (Carlos Saura, 1966), que se arrastra brutal como un día de agosto. Unos amigos cazan conejos donde antes cazaron rojos. El calor, el empacho de paella y el poder que da llevar una escopeta hacen aflorar viejos rencores. El resultado es un retrato devastador de un país asfixiado. Es increíble que la censura sólo le cambiase el título, originalmente, La caza del conejo. Quitaron conejo y dejaron todo lo demás. Hay que ser tonto.
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