La dama del perrito
Tiene un nombre breve y simétrico, se llama Anna, pero es como si no lo tuviera. La dama del perrito es una silueta evasiva y romántica entrevista en un balneario de Yalta, a orillas del mar Negro, allí donde todo un siglo que desfallece se prepara para lo que se avecina y acude a tomar las aguas medicinales, aprende a sobrevivir a Wagner y emprende el viaje inmóvil de la enfermedad con una mancha en el pulmón derecho, el termómetro en la boca y una manta de cuadros sobre las rodillas.
La dama del perrito es una sombra de mujer que cruza el paseo marítimo y la historia de la literatura, dispuesta a quedarse, haciendo girar el mango de su sombrilla, graciosamente, con un leve movimiento de muñeca, la luz juega en su pelo, y eso es todo, es un cuento perfecto, no se necesita más.
Es la primera de una larga constelación de heroínas nerviosas y modernas que son siempre la misma, la única
"Paseaba sola, siempre con la misma boina y el lulú blanco. Nadie sabía quién era y la llamaban simplemente la dama del perrito".
Todo en ella es pequeño: tiene un nombre pequeño, un perro pequeño y un destino más pequeño aún de recién casada con un señor respetable y lejano, un poco calvo, allá en provincias. Una vida así de pequeña no da para una novela sinfónica de mil páginas, ni falta que hace, sino sólo para llenar el espacio modesto de un cuento breve y genial, escrito a vuelapluma en una libreta de apuntes. Tal vez gracias a eso, a su ligereza y discreción, a su ausencia de griterío, la dama del perrito nos sigue seduciendo, está viva y resplandece cada tarde, con su lulú, con su boina y sus veinte páginas perfectas.
En otro de sus cuentos legendarios, Chéjov describe a una de sus heroínas diciendo que era "alta y delgada, vestía completamente de negro y desprendía un olor a ciprés y a café".
¿No es algo hermoso? Después de leer estas palabras, uno puede sentir la verticalidad y el aroma, recibe una impresión de luto estilizado, una mezcla emocionante de cafeína y rama.
No sabemos a qué olía la dama del perrito, en sus vagabundeos de convaleciente por el paseo marítimo de Yalta, pero bien podemos imaginar que también olía a ciprés y a café, que es un olor que merecen muchas de esas mujeres de Chéjov que son poco más que un vaivén de luminosidad y música.
Claro que Anna "tenía un aire conmovedor, toda ella respiraba la pureza de una mujer honesta, ingenua, que había vivido poco; la vela solitaria que ardía sobre la mesa apenas iluminaba su rostro y, sin embargo, se veía que algo le dolía en el alma".
La dama del perrito es la primera de una larga constelación de heroínas nerviosas y modernas -todas ellas ciprés y café- que son siempre la misma, la única, que va cambiando de peinado, de vestido, de bolso y de marido, de una novela a otra, y unas veces se llama Molly Bloom y da vueltas en la cama, incapaz de conciliar el sueño, y otras veces se llama Clarissa Dalloway, vive en Londres, organiza fiestas y dijo que las flores las compraría ella.
Mujeres y flores y balnearios: también la dama del perrito, en un momento determinado del cuento, aspira el perfume de un ramo de flores y se queda pensativa, sin decir nada, como acordándose de algo, y ese silencio suyo, lo queramos o no, es la literatura. Sobre la mesa reposa una raja de sandía, abierta y fresca. Ella "no lloraba, pero estaba triste, como enferma, y le temblaba la cara".
Han pasado más de cien años desde que ese temblor fuera dicho, en la tinta tuberculosa de Antón Chéjov. Los relojes no han dejado de latir ni los sueños de incumplirse uno tras otro.
Sin embargo, algunas cosas perduran. En la mesa sigue habiendo una raja de sandía, abierta y fresca. Acabo de ver pasar por la calle a una mujer con boina y perro. Nada cuesta pensar que se llama Anna, tiene un marido borroso, ojos grises y ese nombre tan breve que es sólo un poco de tos.
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