Para llegar a la isla que no se ve
Antes de ir te avisan de que en el ambiente puede haber fantasmas
Antes de ir a Cabrera le preguntamos a Carlos Garrido, periodista, escritor, autor de Cabrera mágica, qué tendríamos que ver. La Cueva Azul, la casa del rey, el cementerio, el museo... "Pero hay algo que no se puede ver: el yuyu". Una isla llena de leyendas que ha ido siendo habitada por fantasmas. El aviador alemán. La niña que regresa para contar su historia. El alma en pena de los franceses que fueron apresados en la guerra de la independencia y que en la isla vivieron su cautiverio como ratas. "Llegas allí y percibes el yuyu".
La isla que no se ve (lo dijo Josep Pla, Cabrera es la isla que no se ve, cubierta por la niebla, aparece, calcárea, contundente, pero mientras está velada acaso por la leyenda que la precede).
El agua es de un azul eléctrico, una cueva que maravilla y despierta la pasión de nadar
El Lapa. Existe en la isla como una presencia constante. Nadie lo ha visto, pero está en todas partes
Y al fin, enhiesto, en su sitio, como una piedra, el castillo de Cabrera; parece que la roca se hace castillo
Tuvimos la fortuna de encontrarnos con Pepe Amengual, biólogo, técnico del parque nacional de la Isla de Cabrera; llegó muy de mañana, se sentó a tomar una ensaimada con nosotros y luego nos subió a la zodiac en la que él y otros compañeros suyos hacen cada día la hora de trayecto que les lleva a unos islotes que vistos de cerca son un laboratorio básicamente intacto de vida y de naturaleza.
Amengual lleva en su camiseta malva el emblema de los parques nacionales; dibujado por Eduardo Chillida, parece un puño, o un grupo de montañas. Amengual está en el parque, precisamente, desde que se hizo oficial ese logotipo, en 2002. Nacido en Madrid, estudió para biólogo, vive en Mallorca y un día opositó para estar aquí, en Cabrera.
Con Pepe Amengual y con nosotros viene a Cabrera Paco López, agente medioambiental; es de Cuenca, hijo de maestra; tenía que haber vivido en Madrid, pero ésa es una ciudad que hiere los sentidos; estuvo en Timanfaya, en Lanzarote, en el parque nacional.
En la lancha, Amengual y Sergio Martín (el piloto, un hombre vivaracho y melancólico) se alternan en los mandos, Paco cuenta su historia como si escribiera un libro, o como si él fuera una isla.
Paco tenía condiciones para la música, vendió cosas, cuadros, libros, quería pasárselo bien de mayor, estudió sociología, magisterio, y no terminó nada. En un tiempo quiso especializarse en tareas agrícolas, se preocupó de las vacas, vendió entradas en los cines Alphaville, en la época en que conoció a Pedro Almodóvar...
No, aquí no se hacen monjes ni soldados; Amengual vive en Mallorca, aquí desarrolla su trabajo técnico o administrativo, y acude con la frecuencia necesaria a Cabrera, y Paco va y viene del mundo, pasa quince días en Cabrera y puede que esté otros quince días en Nueva York, y ni un sitio ni otro le atrapan del todo, "yo soy por dentro".
¿Y una isla no produce claustrofobia? "Sólo cuando algo se rompe en tu interior, o cuando el problema que padeces se produce lejos y no puedes hacer nada".
Cabrera es el universo. Amengual, Paco y Sergio están de acuerdo. Es el universo, y está solo. Paco pone la argumentación. Es el universo, tiene miseria y belleza, representa el infierno, y también significa la armonía. Pero ya se sabe que la armonía permanente sería muy aburrida. Cuando la soledad es un infierno puedes leer, salir de ti; a Paco se le curó la soledad más intensa, en Timanfaya, leyendo La lluvia amarilla, de Llamazares. "Estar triste es estar vivo, también".
Amengual divisa peces voladores, delfines; habla de ese universo como si lo tocara con la mano, con la misma pasión que quien lo hubiera escrito para que existiera. ¿Y cómo se siente uno en Cabrera? Paco: "Depende del café con leche de la mañana". Amengual avisa, como Rodrigo de Triana: "Ahora estamos en aguas del parque". La isla que no se ve se divisa ya; delante está Redonda, "dile a Javier Marías que aquí la tenemos, también", dice Amengual, recordando que el autor de Negra espalda del tiempo es soberano de una isla caribeña que se llama Redonda, como ésta; Amengual ve en Las ciudades imposibles de Italo Calvino un trasunto de estos islotes que estamos surcando como si ya nos hubiéramos despedido del mundo.
Nosotros seguimos deglutiendo el respeto que produce el mar, mientras cruzamos islotes (Pobre, Plana, Esponja, Redonda) en busca de la isla que no se ve; ellos fueron un día a ver aves marinas y se tuvieron que quedar días en Na Foradada, una de estas islas... Ahora están esperando científicos que vienen del CSIC, a ver aves, peces, a investigar en este ecosistema del que hablan como si fuera un tesoro. Sergio ha divisado una bolsa que flota en "las aguas del parque", y la recoge; están vigilando, de veras, el mar, como si mimaran a un crío.
Amengual nos adentra en los territorios marítimos de la belleza. Nos muestra las gaviotas, las piedras, las piscinas naturales, la cueva de la lucerna, vemos la Conejera; por allí, y nadie lo precisa, hay un pecio fenicio del siglo V antes de Cristo... Y como si fuera un mensaje para Marías, Amengual señala: "Y allí delante está Redonda". Hay una atmósfera mística en estos peñascos, pero la historia (de ratas, de abordajes, de piratería, de rapiña y de violencia) nos pone los pies en la realidad. Los franceses que aquí fueron confinados a principios del siglo XIX se mataron entre ellos, sobrevivieron intercambiando ratas por lagartijas, o nadando hasta Conejera para cazar conejos...; fueron forzados de una época que contribuye ahora a desatar ese yuyu del que nos hablaba Carlos Garrido antes de que tomáramos el barco.
Y no hay agua. Ahora ha llovido un poco, pero la media (dice Amengual) es de 350 milímetros al año... En algunas calas rozamos el paraíso. Aquí, por ejemplo, en Cala Santa María, nadie puede tocar nada, y nadie toca nada; es una zona de reserva integral; no se puede bucear, "no se puede nada"; aquí abajo, y parece peinarse, desde la lancha, la poseidonia, "praderas de poseidonia", y por aquí está la Cueva Azul, la Cova Blava, "como una boca suculenta pero amenazante"; hay otra en Capri, y no sé si es de Sergio este comentario: "Pero es una porquería comparada con ésta". El agua, turquesa, es maravillosa, de un azul eléctrico que despierta enseguida la pasión de nadar.
Amengual nos señala luego los bosques de boj, los nidos de águilas pescadoras... La madera de boj (Cela tituló una novela Madera de boj) fue utilizada por los presos franceses para hacer utensilios de madera, tallas eróticas, e incluso hicieron un ajedrez de piezas grandes que regalaron a Napoleón... En el museo hay una pieza, y se sabe dónde está el ajedrez completo, que el parque quiere recuperar...
Nos llevan a dos calas que conforman una bahía, La Olla y El Olló; "aquí nos echamos", bromea Sergio, "y nos vemos unos capítulos de Perdidos"... Vemos un noray esculpido en la roca, estamos tentados de peinar la poseidonia oceánica, contemplamos la consecuencia de 150.000 millones de años de formaciones calcáreas... ¡En los años cincuenta del siglo pasado, a alguien se le ocurrió que aquí se podía hacer una urbanización alucinante!
A lo mejor la salvó que fuera un paraíso militar; ahora la presencia militar es anecdótica; de vez en cuando viene el alto mando militar del que depende la isla, pero ahora Cabrera es un parque nacional... Jorge Moreno, el director del parque, que también estuvo en Timanfaya, nos dijo luego que la colaboración de los civiles (científicos, administrativos) y los militares es un ejemplo, que ha servido para la conservación y el uso de Cabrera. Porque un parque, dice él, no es algo que se esté quieto: es para la gente, para que se conozca la naturaleza, dentro del orden que ésta merece... Que sea parque nacional ha servido para potenciarlo, "es el primer parque nacional marítimo que se ha creado en España", y funciona como un reloj natural. Desde 1986, por cierto, allí no hay maniobras militares; más que un cuartel, es un símbolo...
Y al fin, enhiesto, en su sitio, como una piedra, el castillo de Cabrera; parece que la roca se hace castillo, un puñetazo contra el cielo azul. Desembarcamos. La isla que no se ve ya es una presencia física, total, la pisamos, y es polvorienta, y seca; no se sabe muy bien si esto es una suposición que proviene de los vaivenes del viaje, pero lo cierto es que nada más pisar parece que el tiempo se detiene para ponerse en hora: la hora de Cabrera, que es distinta de la hora del mundo.
En el barco han viajado con nosotros coca de pimiento y coca de trampó; comemos con un apetito excelente; alguien nos trae agua fresca, que es un regalo en esta isla reseca; nos recibe Elena Lorente, que es médica aquí sólo en verano, y viene de Asturias desde hace cinco años; "no es mal sitio para pasar el verano". Con nosotros está Lorenzo Serra, a quien llaman Juri. ¿Claustrofobia? Va y viene; a algunos la lejanía les afecta más.
Es inevitable, Carlos Garrido lo anunció: te hablarán del Lapa. Era el aviador alemán que desapareció con su avión, un Dornier, en 1944, en plena guerra mundial. Johannes Böckler. Recuperaron su cuerpo, y lo enterraron en el cementerio de Cabrera... Ahora está enterrado en Yuste. Pero al parecer se equivocaron de cuerpo, y desde entonces el fantasma del Lapa vaga por la isla. Todo lo que se sale de lo normal en Cabrera se le atribuye al Lapa...
Se habla con reverencia de Francisca Sunyer, la autora del mejor libro sobre la vida cotidiana en Cabrera, algunos de cuyos parientes fueron fusilados por los republicanos en la guerra. Y con la misma reverencia la gente se refiere a Juan Vidal, el payés que ha sido panadero, ganadero (ya no hay ovejas, si acaso hay dos, una hembra y su cría, vagando por la isla, como almas en pena)... Él se ha jubilado, va y viene por el suelo polvoriento de esta zona donde hemos desembarcado, como un personaje de Rulfo o de García Márquez; no habla, o al menos la fama lo sitúa como un ser sabio y hosco; su hija, la cantinera, Cati, sí habla. ¿Qué es para ti Cabrera? "Mi hogar. Que no me lo toque nadie".
Toni García se vuelve hoy a Palma; le tiran los hijos; lleva 16 años yendo y viniendo, "soy del parque". Cabrera es para él lo que dejó escrito Homero, "una isla griega o turca, el Mediterráneo puro". Llegó aquí cuando tenía 28 años, y ahora tiene 45 "y un niño"; el ciclo, cree él, se está cerrando. Así que a veces se sienten en un internado, pero también en un cuartel y también en una cárcel. "Una isla es un proceso mental", dice Paco, y nos vamos a comer en serio, en la cantina que ha montado Miguel Ángel, un argentino que fue pastelero y que ahora cocina para los soldados y para el personal del parque. Nos lleva Pachi Gordiola, uno que pasa aquí su cuarto verano; "me reenganché, aquí hay una magia especial"; tiene poco más de 30 años, es coordinador de guías y tiene la paciencia de los solitarios y la sonrisa de los pacientes.
Al final, Amengual y Paco nos llevan al museo; la isla en maqueta parece un galápago. Leo una inscripción sobre los lugares que hemos visitado: "Lugares indicados para la meditación y el reposo de los sentidos. Paraíso para los enamorados, sus sendas solitarias convidan al pensador e inspiran al poeta. Matrimonios sin hijos, probad los aires de Cabrera. Almas vulgares, no debéis habitarla, ni visitarla siquiera". La inscripción figuraba en el proyecto de urbanización ("sueño urbanístico") que describió Julio Torrescasinos en los años cuarenta. En la misma vitrina hay lo que escribió Manuel Vicent en 1992: "Hicimos amistad con la gaviota de pico rojo. Entramos en la Cova Blava, cuya techumbre era una catedral marina. Cabrera quedaba como una pausa exquisita de la mente".
El ventanal está abierto a la pequeña bahía; evoca, en efecto, lo que escribió Homero en la Odisea, y en efecto, allí están las palabras que marcan Cabrera como una leyenda mediterránea: "Te mostraré la tierra de Ítaca para que te convenzas".
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