Las urnas como ecuación o como partitura
Deslumbrante -como todas las suyas-, una viñeta de El Roto nos presenta a un elector devanándose los sesos ante una mesa de trabajo en la que emborrona papeles como quien descifra un teorema, preguntándose: "¿Cómo expresarles, en un voto, todo lo que pienso?".
Las posiciones en materia electoral reflejan como ninguna la noción de democracia en que cada cual se encuadra. Vistas las propuestas electorales del PP en las últimas semanas, alguien podría sugerirles que frecuentaran El Roto. Sus planteamientos afectan en primer plano a la gobernación de un número de CC AA, pero encierran implicaciones de mayor envergadura. Ofrecen, primero, una suerte de acuerdo de reconocimiento de título para gobernar a "la fuerza más votada", seguido de una modificación del derecho electoral que cierre el paso al Gobierno a toda opción que no cuente al menos con el 30% de votos en su territorio.
Con la credibilidad que confiere haber sido el candidato más votado a la presidencia del Gobierno de Canarias, representando la única fuerza que en esta CA obtuvo más del 30% de los votos (el PP es tercera fuerza, muy por debajo de ese umbral), expuse de inmediato, tras el 27-M, las objeciones socialistas a las tesis del PP.
Primera, los españoles hemos madurado nuestro comportamiento electoral al hilo de las elecciones sucedidas desde 1977. A estas alturas, los ciudadanos discriminan su apuesta en cada ocasión. Votan selectivamente en función de las coordenadas y del Gobierno en juego. No merecen que sus decisiones sobre esas instituciones resulten puenteadas, ignoradas, mezcladas entre sí, y aun menos intercambiadas, desde criterios insensibles al detalle o a la especificidad. Segunda, toda propuesta relativa al derecho electoral debe abrirse al debate ponderando el carácter decisivo de este capítulo troncal en todo orden democrático. Y debe desde luego someterse a un riguroso escrutinio de credibilidad desde su coherencia con los propios actos, lejos de todo tacticismo y del descarado servicio a intereses partidarios. Desde ninguno de estos parámetros parece que las propuestas del PP deban tomarse en serio. Al margen del difícil encaje en la Constitución, y a la luz de su contraste con la práctica política de la derecha en los distintos escenarios en disputa, resulta demasiado evidente que tras la invocación de criterios aritméticos subyacen cortoplacistas cálculos de poder. Hace tan sólo dos semanas que el líder del PP firmó en Madrid un pacto entre la tercera y la segunda fuerza para que no gobernara en Canarias la única fuerza que cumplía con los requisitos que alega, el Partido Socialista.
Pero subrayo, además, un tercer argumento. Y es que los resultados en las urnas no deberían ser leídos, sin más, como una ecuación, sino como una partitura que debe ser interpretada con tino y sensibilidad a la melodía y los tempos. Al menos si queremos honrar la función de la política en la democracia avanzada como un responsable ejercicio de sintonización y empatía con los estados de ánimo, las tendencias y pulsiones de la ciudadanía, y el contenido del mensaje quintaesenciado y denso que inevitablemente encierra el voto en cada urna y en cada ocasión.
Interpretar el veredicto de la ciudadanía en el voto es en sí un ejercicio de responsabilidad. Arriesga una primera ocasión de acierto o error desde las elecciones. No se resuelve sólo en una suma de votos y ofrecimiento de acciones a potenciales aliados, sino en la atenta lectura detodo un marco de parámetros más sutiles e intangibles de cuanto en un crudo manejo de porcentajes. El punto de partida importa. Así, procede evaluar de qué situación viene cada competidor: quién sube, quién baja y por qué, y cuál es el lugar que se ocupa frente a los competidores. La calidad democrática exige enjuiciar lo que las urnas nos dicen respecto de las ejecutorias de las opciones disponibles, sea desde el Gobierno o desde la oposición. Pero también el mensaje que a la hora de formar gobiernos se emite a la ciudadanía. Para tomar la democracia en serio, y hacer creíble el principio de que los ciudadanos pueden cambiar gobiernos con el voto, los responsables políticos haremos bien en guardar y hacer guardar ese indicador de calidad que es la viabilidad del cambio: la verosimilitud de la alternancia. Por expresarlo en los términos que emplea Felipe González en un artículo reciente, hablamos de la aceptabilidad de la derrota como un genuino sensor de reconocimiento de la política en democracia.
A partir de ahí, dos consideraciones. Primera, este factor determina el análisis de situación en las distintas CC AA sobre las que el PP proyecta sus propuestas: especialmente en aquellas en las que el cambio proviene de la conjunción de mayorías plurales y progresistas tras prolongados ejercicios de mayorías monocolores y conservadoras: será útil preguntarse quién gana votos y quién los pierde para dilucidar si hay o no mandato de alternancia en las urnas. La segunda nos lleva más lejos de lo que da de sí un artículo, pues es la que afecta a las dificultades con que, innegablemente, tropieza la alternancia en las CC AA.
Ilustra esta reflexión lo sucedido en Canarias. Omito aquí cualquier detalle de un sistema electoral diseñado para dificultar las mayorías monocolores y afectado como ningún otro por barreras de exclusión y técnicas de reparto de escaños contrarias a la proporcionalidad hasta hacer irreconocible el principio de la igualdad de voto. Eludo comentar el debate en torno a su modificación. Lo cierto es que, aun en un contexto talmente desalentador de la participación y tan dado a desmentir el principio democrático de que es posible cambiar de gobernantes con el voto, quienes han estado en el Gobierno durante más de 15 años han venido perdiendo votos y escaños en cada convocatoria. De ahí que la reedición de una misma fórmula desautorizada pueda ser interpretada como un deliberado desprecio a la viabilidad del cambio, desde la determinación de prolongarse en el poder postergando la asunción de responsabilidades internas por la pérdida de apoyos ante sus propias formaciones y ante el electorado. Tanto es así que el debate de investidura resultó artificiosamente desnaturalizado hasta transmutarse en una extravagante suerte de antiinvestidura contra quien no se sometía a votación en ese trámite (el portavoz socialista) sobre quien se concentraron los turnos que apoyaron al Gobierno y los del propio candidato. En primera instancia, esa táctica abre paso a un ajuste de cuentas, en desigualdad de armas, a quien desde la oposición emerge desde la tercera a la primera fuerza en el Parlamento, con la imperdonable osadía de plantar cara al Gobierno, definir la alternativa y derrotarles en las urnas. Pero también afecta a la aceptabilidad de la derrota, a la posibilidad de la alternancia y a sus dificultades en las CC AA.
Y hay todavía algo más: las reglas electorales no son inocentes ni inocuas. No son neutros sus efectos sobre el comportamiento del votante y, consiguientemente, sobre el sistema de partidos y sobre el sistema político. Yerra no sólo quien cree que la proyección del voto sobre los gobiernos es una cuestión aritmética, en la que basta una suma contra sus alternativas. Y yerra una y otra vez quien cree que las hipotéticas consecuencias de una reforma electoral se limitarían a reasignar escaños desde una cifra invariable y homogénea de sufragios y porcentajes. Con reglas distintas de asignación de escaños, la gente votaría de otro modo, calcularía sus opciones conforme a nuevos parámetros, incluyendo en este encuadre a muchos ahora abstencionistas o practicantes frecuentes del voto minoritario, testimonial u orientado hacia ulteriores alianzas. Todo debate al respecto debe ser riguroso. Pero, si quiere valer la pena, ha de servir, sobre todo, para reforzar el valor de la participación y la libertad civil de decidir los gobiernos desde la igualdad del sufragio, puesto que la democracia se juega en la posibilidad de deshacerse, votando, de los malos gobiernos. Y no hay peor Gobierno que el que se desentiende del mensaje de las urnas, y opta por desoír la música en las preferencias de la ciudadanía.
Juan Fernando López Aguilar, ex ministro de Justicia, es parlamentario canario.
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