Garante de la independencia
Conocí a Jesús de Polanco en México, en los primeros años ochenta. Ya era presidente de PRISA, pero seguía viajando al menos una vez al año a la capital mexicana para ocuparse de la marcha de Santillana, su primer empeño empresarial que casi desde sus comienzos tuvo una vocación global en el territorio del español. Yo trabajaba como corresponsal de EL PAÍS y me citaba en el hotel Camino Real para compartir a solas un desayuno o un almuerzo en el que, aparte de interesarse por mi bienestar personal, me asaeteaba a preguntas sobre el laberinto político del PRI, del que tenía información de primera mano pero que deseaba contrastar con el corresponsal de su periódico. Tal vez para examinar mis conocimientos de la materia. Escuchaba siempre con interés y preguntaba con intención.
Durante mis 12 años largos como director de EL PAÍS tuve ocasión de apreciar estas dos cualidades suyas. Ha sido un editor exigente y respetuoso de la autonomía de los periodistas, en los que apreciaba el rigor informativo y aborrecía la fatuidad de quienes creen saberlo todo. Decía, con razón, que no se reconocía en el Polanco que retrataban algunos medios y que en realidad era un acrónimo al que atribuían un perfil que poco o nada tenía que ver con el suyo.
La ficción más injusta que se ha fabricado de él en estos años es la del editor que controlaba hasta el último rincón del diario con voracidad intervencionista. En mi etapa de director solía hablar por teléfono con él al caer la tarde -no todos los días, seguramente menos de los que él hubiera deseado- para informarle sobre los temas más relevantes que llevaba en la primera página del diario y, muy ocasionalmente, comentar algún editorial del día siguiente. Casi en los primeros tiempos de EL PAÍS había ordenado que no le llevaran el diario a su casa por la noche y lo leía, con mucha atención, cuando ya había sido distribuido en los quioscos. Esto es, cuando ya no había marcha atrás. Seguramente a Felipe González le costó admitir en su día que Polanco no conociera previamente un duro editorial que publicamos a principios de 1995 en el que planteamos la necesidad de abrir el proceso de sucesión al frente del PSOE. Lo mismo cabría decir de tantos otros personajes que siempre quisieron ver su mano sobre lo que era una decisión profesional autónoma, acertada o no.
Daba confianza y exigía responsabilidad. Disculpaba los errores, pero era implacable con la desidia y la mala práctica profesional. Depositario de muchas de las innumerables quejas que provoca un periódico, transmitía únicamente aquellas en las que entendía que había habido un trato injusto o equivocado. Defender la autonomía de EL PAÍS le costó no pocos amigos y un proceso judicial doloso alimentado desde el Gobierno de Aznar. A pesar de ese tremendo coste personal, siempre creyó que EL PAÍS era la principal obra de su vida y lo defendió a tiempo completo durante más de treinta años frente a quienes intentaban destruirlo o simplemente usarlo en beneficio propio. Primero como consejero delegado y luego como presidente fue el primer garante de su independencia.
Jesús Ceberio fue director de EL PAÍS entre 1993 y 2006.
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