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Columna
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Nueva épica

Aquí viene el Día de Galicia, Día da Patria Galega, oficialmente Día Nacional de Galicia. Día raro, complejo, o sea muy gallego. Con caras contradictorias, muy gallego ya digo. Este día de varias patrias fue un día paisano, pero esa patria de infancia, la gran feria de caballos, pulpo y callos, olor a país agrario, ruidoso y sentimental, se ha desvanecido en el tiempo. Como todas las patrias verdaderas e íntimas. Hoy a la gente le llama más la toalla y la playa.

Quedan otras caras de ese día. Los peregrinos sudorosos nos recuerdan al Apóstol caminante manso. Pero siendo también día del patrón de España, la corona le hace una ofrenda a este apóstol que también fue símbolo guerrero de una nación xenófoba, antijudía y antimusulmana (excepto la Guardia Mora de aquel que entraba en la catedral bajo palio y fue llamado "Caudillo de España por la gracia de Dios"). Nos lo metían de niños: "Las armas victoriosas del cristiano/venimos a templar/en el sagrado y encendido fuego/ de tu devoto altar". No es poesía de altura pero expresa bien el nacionalismo católico español y la sumisión simbólica del poder político al religioso. Afortunadamente, hoy esa subordinación sólo es simbólica. Aunque, como en anteriores ocasiones, ya aprovechará el arzobispo para reñir al Gobierno por no obedecer a la política de los obispos, de su partido y su emisora. Son situaciones estrambóticas propias de una situación anacrónica.

Con todo, al renunciar a los simbolismos perdemos también memoria lejana: esa ofrenda expresa todavía hoy el reconocimiento del origen de la monarquía, aquel reino del Noroeste, ocultado en la historiografía castellanista vigente en España y en Galicia, pero evidenciado en esta vuelta simbólica de la corona a la fuente compostelana, que coronaba reyes. Hay otra cara del día, sin fusiles ni tiaras, una cara con cicatrices, que es la de los galleguistas en general y nacionalistas gallegos en particular. El Día de Galicia instituido por los galleguistas republicanos, evocado como se podía en los años sesenta en las misas a Rosalía acosadas por la policía. Pero hicieron falta los años setenta y casi ochenta, a fuerza de recibir golpes en las calles de Santiago los nacionalistas gallegos, para ganar ese día. Ahí está. Ya no hay gobernadores que prohíban ni policías que carguen, ni falta que hace. Pasó el tiempo de los sacrificios, también este nacionalismo es otro, un nacionalismo con políticos profesionales que administran y forman parte del poder político. Es una situación histórica nueva, la cultura de la protesta tropieza con esa realidad.

Sí, nos hemos quedado sin esa épica. Pero es la oportunidad para reflexionar. El nacionalismo gallego desde los años setenta tuvo un referente significativo en la izquierda abertzale. Ésta se caracteriza por una movilización radical contra un enemigo, España; un enemigo del que formamos parte, nadie se engañe, y por eso nos pusieron bombas aquí y nos las pueden volver a poner. A despecho de la realidad, de que viven en un país privilegiado y harto, hay jóvenes vascos bien nutridos que se creen víctimas y asesinan para ganar un pulso. Un delirio que no basta rechazar, hay que ofrecer una cultura política nacional que acepte la realidad.

La realidad es que Galicia hoy es un país rico. Preferimos no verlo, pero los emigrantes que vuelven y los inmigrantes que vienen de países realmente pobres lo ven. Incluso tiramos el dinero que envía Europa en puertos exteriores pareados y ciudades culturales en lo alto del monte, pero es culpa nuestra, no hay un opresor extranjero que nos obligue a ello. Este país no necesita una juventud al modo abertzale, necesita una juventud con orgullo, firmeza cívica y comprometida con su país a través de su trabajo, sus creaciones. Militancia cívica, exigencia y autoexigencia en el trabajo. Menos quejarnos, menos excusas y más exigir y trabajar, sería la consigna para este tiempo. Y el 25 de Julio, el día de la ciudadanía gallega, el día de un país con futuro. Esa debiera ser nuestra nueva épica. Podríamos olvidar las coartadas retóricas y echarle valor a la cosa.

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