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Crítica:21º FESTIVAL DE PERALADA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Tchaikovsky sin riesgos

Empezó el 21º Festival de Peralada. Programa: la suite de danzas que componen El lago de los cisnes y la Patética, obras immortales del gran Tchaikovsky. Sin riesgos: gusta a la dama, gusta al caballero, gusta al niño y gusta a la niña. Nada que objetar en un ciclo de verano que busca la popularidad y la combinación de géneros: de la ópera (Cuentos de Hoffmann, Barbero de Sevilla) al jazz (George Benson y Al Jarreau, Jarrett; Peacock y DeJohnette) y al ballet (Boston Ballet, Flamenco de Andalucía, Julio Bocca), pasando por un estreno de Calixto Bieito (viejo conocido del festival) sobre Los persas, de Esquilo, y por recitales de gancho: entre otros, Miguel Bosé, Ainhoa Arteta, Carlos Núñez, Miguel Poveda y en posición de cierre (19 de agosto) los inevitables Serrat y Sabina. Por si todavía cupiera alguna duda sobre el carácter ecléctico del programa, un quinteto animaba la cena antes del concierto, con viejas melodías de Nino Rota, mientras una gallina tipo Circo de la Alegría, un faquir y unos prestidigitadores evolucionaban en derredor. Pasen y vean, el espectáculo está servido.

Lo que se vio y escuchó respondió a las expectativas. La Orquesta Filarmónica de San Petersburgo, dirigida por su eterno titular -lo es desde 1988- Yuri Temirkanov, es una garantía de mínimos. Una formación compacta, con solistas de gran nivel -el violonchelo, en especial-, una cuerda aterciopelada y unos metales seguros y compactos, nunca estridentes. Pero faltó aquello.

Aquello es la chispa, el arrebato, la emoción. La primera parte fue como si Temirkanov despachara una mercancía en la aduana. Las celebérrimas danzas se sucedían como recitadas de memoria, una tras otra, sin encender los ánimos del respetable. Claro, haría falta ver en qué condiciones actuaban los rusos: las giras de verano dependen de muchos factores logísticos: desplazamientos, hospedaje, etcétera.

Mejoró la segunda parte. Temirkanov es un director sin batuta, prefiere las manos peladas para arrancar la máxima expresividad de los profesores. Utiliza un gesto muy bonito para el fraseo, el brazo izquierdo trazando amplios arcos que plasman de forma precisa el aliento que quiere imprimir al pasaje. A la vez es un director sobrio que a menudo abandona el carácter imperativo para que los músicos procedan a sus anchas. Eso sí, marca con energía los pasajes sincopados, pero el tiempo lo indica apenas, lo justo para sostener el edificio.

Su Patética fue comedida, lo que puede parecer contradictorio. Pocos excesos, rubati dosificados, volúmenes más en busca del equilibrio que del contraste. Tal vez resultara plana para el público -tibios aplausos para una obra tan ardiente como ésta-, pero este cronista se lo pasó la mar de bien: la atención a las líneas interiores de la partitura quedaba de manifiesto ya en la propia disposición de los músicos sobre el escenario. A izquierda y derecha del director, los primeros y segundo violines; en medio, violonchelos y violas, y los contrabajos -¡10!- al fondo a la izquierda (suelen estar a la derecha, detrás de los violonchelos). Todo esto indicaba que Temirkanov, más allá de las arrolladoras melodías tchaikovskianas, también iría a buscar el tejido, el elemento armónico, como así fue. Soberbio el diminuendo final, esa vida que se apaga y que tanta responsabilidad tuvo en el sobrenombre de la sinfonía, escrita en los dos años anteriores a la muerte por cólera del compositor (1893). No se decidía el público a aplaudir, tras ese final tan denso y poco convencional.

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