Piqué en su hora honrosa
No voy a hacer eso tan típico y, a la vez, tan cínico de elogiar al árbol caído, sobre todo cuando se trata de un político que, con sus claros y sus oscuros, ha merecido alguna crítica severa por mi parte. Por supuesto, es de rigor aplaudir su entereza en no aceptar la enésima imposición de Acebes ora pro nobis, y su dimisión honra el paquete entero de errores previos. Josep Piqué deja la presidencia del PP, y eso es tan inusual que lo convierte en casi coherente, en casi valiente. Pero también es cierto que Josep Piqué lleva años merendando sapos recién llegados de la calle de Génova, y algunas de las genuflexiones que ha aceptado, con servil disposición, han sido mucho más sonoras que la gota que ha colmado el vaso. Se va porque le han impuesto a unas cuantas marionetas del sector duro, y porque la desautorización pública de su persona llegó a cotas inaceptables. Como bien dice en su carta de dimisión, su permanencia no era sostenible. Pero en realidad no es una dimisión que arraiga en lo ideológico, sino estrictamente un fracaso en la lucha por el poder, consciente de haber perdido todas las naves. Derrotado desde hace años en el terreno resbaladizo de las ideas, en el que su proyecto de una derecha liberal no llegó nunca ni a la categoría de intento, Josep Piqué se fue arrastrando por las aguas turbulentas de un partido cada día más reaccionario, más irresponsable y con menos escrúpulos. Mientras Acebes, Zaplana y el resto de la familia Monster de la derecha española conseguían imponer una línea que, en lo territorial mostraban su peor faz anticatalana, en lo moral, eran capaces de utilizarlo todo de forma soez -credibilidad territorial y terrorismo incluidos-, y en lo valórico, se anclaban en los principios del bajo palio preconciliar, Josep Piqué paseaba su palmito de dandi británico, con su corte liberal bajo el brazo, y conseguía el sonoro éxito que resulta evidente. Cero de influencia. Y, en proporción inversa, todo de sospecha. Pasó a ser ese tipo catalán que confirmaba la convicción mesiánica de los Acebes de estos tiempos: ni un solo catalán es de fiar. Y así, intentando la cuadratura del círculo, creyó que había espacio para una derecha civilizada, allí donde las huestes de la derechona más incivil campaban a sus anchas. Su fracaso es tan rotundo que no se vislumbra un solo aporte de Josep Piqué a las líneas maestras del partido que lideró, y sólo tuvo un momento de alegría cuando la cartera ministerial lo elevó a los altares del poder. Quizá creyó que era el inicio de la influencia, pero fue el inicio de la derrota.
Huelga decir que Piqué me parece un político razonable, sin duda inteligente, y de corte europeo, en la línea de Ruiz Gallardón y alguna otra rara avis del PP. Pero a diferencia de su homólogo madrileño, Piqué nunca tuvo un rinconcito de poder donde plantar la tienda de campaña y resguardarse de las tormentas que su propio partido fomentaba, y le cayeron encima todos lo chaparrones. Entre otros, la vergüenza de ser el líder en Cataluña de un partido que reinventó el fantasma de la caza al catalán. Todo se lo tragó, todo, y sólo le sirvió para tener un estómago de acero. Ni eso le generó la confianza con el partido que, sin duda, anhelaba. Creo que la crítica más honesta que se puede hacer a Piqué es ésta: que, con sus buenas maneras y su estilo liberal, maquilló las malas maneras de un partido que ha perdido el norte de la modernidad, el centro de la decencia y el sur de la ética. Fue parte del baile, y el tipo bailó todo lo que pudo, para no quedarse fuera. Le gustaran más o menos los pepinos que le enviaban desde Génova, se los zampó enteros en aras de mantenerse en el candelero. Y con ello fue corresponsable de algunos de los ataques más sucios que ha padecido Cataluña en los últimos tiempos.
Al margen de lo dicho, hoy debe ser un gran día para la reacción en pleno. Los micrófonos incendiarios del episcopado hierven de orgásmica ebullición, y Acebes and company brindan con sidra toledana. La derecha más jurásica siempre ha creído que la cara de perro era mejor opción, en Cataluña, que la educación piqueriana, y en su lamento nostálgico, mentaban con lágrimas los buenos tiempos de Vidal Quadras. En Madrid -que no siempre es España- la nostalgia por el vidalquadrismo era casi una religión, y Piqué recibió, en propia carne, el desprecio por ser el antípoda exacto de su anhelado predecesor. ¿Para qué querían un tipo que parecía muy catalán, en una Cataluña que tenía que ser conquistada? Y, ¿para qué un liberal, en una ideología que volvía al reaccionarismo prehistórico? Y así hasta el infinito del desprecio que, durante años, ha sufrido Piqué en las Españas de orden y rosario. Con la dimisión de Piqué, y la estrategia de desgaste previo que ha sufrido, las aguas de la reacción vuelven a sus cauces, los micrófonos episcopales se aplacan, a la búsqueda de otras carnes por devorar, y los estrategas de este PP reaccionario afinan puntería. Han decidido ser una derecha dura, ultracatólica, apostólica y ultramontana, y en la derechona no caben los timoratos. Piqué era una paloma en el territorio comanche de los halcones. ¿Sorprende que lo hayan devorado?
Será bueno, malo, medio, regular..., etcétera. El sentido común lo considera otra mala noticia, no en vano algunos aspiramos a una derecha española razonable. Pero en algún pliegue del cerebro -quizá del reptiliano-, una llega a creer que puede ser bueno. Mejor que no haya matices. Mejor que no haya maquillajes. Mejor que, en este PP que ha decidido estar fuera de la lógica, Dorian Gray nos enseñe su cara en el espejo.
www.pilarrahola.com
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