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Isegoría

Antonio Elorza

El debate protagonizado por John F. Kennedy y Richard Nixon en las elecciones presidenciales norteamericanas de 1959 suele ser citado como ejemplo de la primera vez en que la televisión interviene de modo decisivo a la hora de determinar un resultado político. Lo cierto es que sólo unos meses antes, el 16 de julio, ese genio de la comunicación que es Fidel Castro había dado ya el aldabonazo de convertir la televisión en palanca de poder, nada menos que ejecutando un golpe de Estado desde la pantalla, con el efecto inmediato de provocar la deposición del presidente Urrutia. La alocución televisada de Fidel constituyó el núcleo de una maniobra iniciada en la mañana del mismo día jugando con otro medio, la prensa, al anunciar desde la primera plana de Revolución su dimisión como primer ministro -no como jefe de las Fuerzas Armadas, por si acaso-, para desencadenar la movilización de masas en torno al palacio presidencial, cuyos fundamentos serán proporcionados por el líder guerrillero en su intervención televisada, sin que por supuesto Urrutia tenga oportunidad de acceder al medio. Sólo le quedará huir y buscar refugio en la Embajada de Venezuela, mientras Fidel ponía en marcha su interminable monopolio de poder. Fue la muestra de que una eficaz manipulación de los nuevos medios, al conjugar el manejo de las masas por el líder con una implacable censura ejercida sobre el discurso del oponente, podía crear la ficción de una nueva forma democrática, la democracia de la plaza pública y de su difusión por la imagen, una falsa democracia que en la práctica arrancará de cuajo las raíces de la libertad política.

La entrada en escena de la televisión, a mediados del pasado siglo, es también un ejemplo del peso ejercido por los cambios tecnológicos sobre el ejercicio y los límites de esa libertad. Los conceptos de fondo permanecen inmutables desde la polis griega. Las dos condiciones para la existencia de la democracia son, en primer término, la isonomía, la capacidad de los ciudadanos para intervenir activamente en el proceso de toma de decisiones, y en segundo, la isegoría, el acceso a la palabra, que en las sociedades modernas incorpora el derecho a una información veraz. A lo largo de la historia, la isegoría irá experimentando mutaciones en el citado plano técnico, desde la intervención oral en la asamblea al blog, así como en cuanto al marco económico y organizativo en el cual se inscribe la comunicación, y, en fin, su contenido se verá afectado por la incidencia de las censuras. Y es preciso hablar de censuras en plural, ya que tan censoria es la interferencia del gabinete de censura clásico o de la Inquisición que veta la emisión de un mensaje o procede contra el mismo una vez emitido, como la llamada telefónica del asesor del ministro al editor de un telediario, o la oscura e implacable acción permanente dentro de un periódico del personaje encargado de garantizar la publicación de artículos y mensajes ajustados a los intereses económicos y políticos de la empresa. La primera censura es en gran medida visible; la segunda, críptica por naturaleza, rara vez descubre sus cartas al exterior. Ambas responden en sus actuaciones a la leyenda relativa a las horas de la vida, observable en el viejo reloj de la iglesia vasca de Urruña, que evocara Pío Baroja: todas hieren, la última mata.

Modernidad y manipulación enlazaron muy pronto, yendo más allá de las formas de periodismo de masas, cuya ilustración más conocida fuera recreada por Orson Welles en su Ciudadano Kane. Correspondió a los fascismos ensayar con éxito la configuración de un espectáculo permanente, de falsa interactividad, a efectos de ejercer un control absoluto sobre la mentalidad de los ciudadanos. Primero, con la radio. Pronto, gracias a la novedad del cinematógrafo, eficacia y esplendor se conjugan en las realizaciones de Leni Riefenstahl, pero faltan la inmediatez y la recurrencia que proporcionará el medio televisivo. Por añadidura, en la visión de los colaboradores de Goebbels, el discurso del otro sólo tiene cabida una vez sometido ala deformación que lo ridiculiza, de acuerdo con el principio de que más vale destruir al adversario que dar forma a una oferta propia: practicado también, con notable torpeza, por la iconografía soviética, dicho principio llegará a la propaganda electoral española, vía Norteamérica, con la imagen de Aznar transformado en dobermann dentro del corto electoral socialista de 1993.

En el mundo occidental, hasta la década de 1990, el imperio de la imagen, con la exigencia de unos altos costes para la emisión de todo mensaje eficaz, tuvo lugar una inevitable postergación de la galaxia Gutenberg. Quedaron lejos los tiempos en que el escaso capital exigido para publicar un diario convirtió al periódico en "el libro del obrero". Las leyes del márketing no sólo se aplicaron a la propaganda económica, sino al discurso político. La aspiración a la isegoría, contenida en los grandes textos del pensamiento y de la Constitución, se vio reemplazada por la generalización del ciudadano como consumidor pasivo. En el límite del poder que controla el medio, se pasó al medio que determina el poder, merced a un ejercicio permanente de manipulación de los mensajes: Berlusconi.

Hasta cierto punto, Internet ha hecho estallar este entramado. Vuelve la isegoría. Los emisores se multiplican con la facilidad para crear páginas web y poner en práctica la interactividad. De ahí la vocación censoria al respecto de regímenes como el chino o el cubano y, en sentido contrario, el importante papel que desempeñan los blogs a la hora de crear un discurso relativamente libre, a pesar del estado de vigilancia permanente, en países como Irán. Hasta el punto de que en la propia esfera del poder de los ayatolás se crean los blogs propios para llegar a sectores sociales renuentes frente a la lengua de palo empleada por los medios de comunicación oficiales. Mediante el blog, el censor toma entonces el disfraz de paladín de la libertad de expresión. Análogo riesgo afecta a la interactividad, convertida en emblema de una participación libre de los ciudadanos en los medios. Es algo que recuerda al elogio irreflexivo de la movilidad social ascendente como indicador de la democracia, sin tener en cuenta que todo depende de cuál es el sujeto que determina su funcionamiento. Ningún régimen favoreció más un ascenso social ilimitado que el despotismo otomano: un esclavo podía llegar a ser visir, eso sí, con el pequeño riesgo de que su amo y señor, el sultán, truncase la brillante carrera enviando un día al triunfador una cuerda de seda para que se ahorcara. Son demasiado amplias las posibilidades de manipulación en las secciones de cartas de lectores desde la dirección de los diarios o en las llamadas de personas anónimas, sobre todo en los programas de televisión. Cabe pensar que el ideal de un Gran Manipulador en los medios consiste hoy en un monopolio de emisión ejercido bajo la cobertura de un bosque de blogs, foros, etc., de significación final nula. Como siempre, y aquí con especial cuidado, el poder ha de estar sometido a control para no caer en una falsa isegoría.

Porque, en otro sentido, la trama constituida por la articulación de poder político, poder económico y medios de comunicación es hoy más tupida que nunca. A su modo, el Gobierno de Aznar emprendió con resolución un acercamiento al modelo de Berlusconi, poniendo a su servicio una red de intereses económicos y mediáticos, oculta a la mirada de la opinión, pero de gran cohesión. De ahí el cerco puesto en su día a PRISA y la persistencia con la cual, aun perdida La Moncloa, se han mantenido intoxicaciones tales como la teoría de la conspiración. Por su parte, el modelo socialista que le ha sucedido encaja más con la revolución tecnológica en curso, consumando la disolución del discurso político oficial en una sucesión de slogans -en relación con ETA, "el proceso de paz", "el diálogo", ahora "la unidad"-, dejando en manos de sus medios la responsabilidad de elaborar bajo su mando las explicaciones, dentro de un molde de extrema rigidez, y de proceder a la destrucción sistemática de la imagen del adversario (en justa correspondencia aquí con la labor permanente de satanización ejercida desde el PP).

¿Qué queda entonces de la isegoría, e incluso si la misma resulta inalcanzable, de la posibilidad de ejercer la disidencia ante los dos bloques? Pensando en el año electoral que nos aguarda, cabe vaticinar que por muchos blogs que sirvan de salsa al autoritarismo, bien poca cosa.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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