Valverde y Contador, sin pinganillo
Los ataques de los españoles hacen perder tres minutos a Vinokúrov en una etapa ganada por el colombiano Soler
A los garrapatas no se les silba, se les ignora. A los campeones, que son generosos por naturaleza, que tienen memoria y se guían más por los arrebatos de cólera que por los de amor, no se les ama, se les teme. A Anquetil, que era un grande, le silbaron en París en 1959, el 18 de julio de Federico Bahamontes, porque el día del Iseran, "un nabo plantado en el medio de los Alpes" (Pierre Chany), el techo del Tour (2770 metros), prefirió trabajar para que no ganara el Tour otro francés, Anglade (a quien la afición amaba porque no ganaba tanto, como Poulidor): antes el picador de Toledo que un compatriota. Y Anquetil, que era un maestro, un soberbio, bautizó a su barquito Silbidos del 59. A los campeones no les guía el pinganillo, el cordón umbilical por el que el director, transmite sus miedos, sino el instinto.
A los campeones no les guía el cordón umbilical por el que el director transmite sus miedos
Sarkozy ya tiene otros dos españoles que añadir a su lista de favoritos, que son dos: Ocaña e Indurain
Los campeones son insensatos, atacan a destiempo, empapados en sus sentimientos, enamorados de sus piernas, tan finas, tan hermosas, de su corazón, tan acelerado, pierden la noción del tiempo, la capacidad del cálculo, sordos a las llamadas de la virtud del ahorro. Atacan, luego piensan. En 1983 aún no existía el pinganillo y Ángel Arroyo y Perico Delgado aún no sabían ni lo que era el Tour. El Salvaje del Barraco y el segoviano eran dos inconformistas que sólo entendían el ciclismo como vía para dar rienda suelta a sus impulsos, a su mala leche, a su instinto asesino. Su carrera fue tan alucinante -un Tour abierto, de gente nueva, sin ganadores antiguos, un Tour que descubrió al jovencito Laurent Fignon, otro del clan de los agresivos; un Tour como este de 2007, sin campeones antiguos, con sólo tres, Klöden, Vinokúrov y Pereiro, que han subido antes al podio- que la afición española descubrió de nuevo el gusto por el ciclismo. Hay quien ayer, cuando vio a Valverde atacar en el Galibier, a seis kilómetros de la cima, a 43 kilómetros de la meta; cuando vio atacar, a Contador, ligero de pedalada, vio redivivos al Salvaje y a Perico, ciclistas de antes del pinganillo.
Por el pinganillo, Valverde ("tira palante, Txente, que éstos se van a enterar") le dijo a su director, Eusebio Unzue, "prepárate, que voy a atacar". "He visto a Vinokúrov abriendo mucho la boca", le explicó. Mauricio Soler -el gigante colombiano que ya se había movido en el Iseran, que ya había empezado a abrir hueco en el Télégraphe, que ya había destrozado, uno a uno, con su estilo tan tosco, con sus cambios de ritmo demoledores, a Iván Gutiérrez, a Popovich, a Astarloza, a todos los que soñaban llegar delante a Briançon- llevaba al pelotón entonces 2.35m de ventaja. Aunque los últimos 37 kilómetros fueran un suave descenso por el Lautaret, no era imposible que pudiera ganar la etapa, pero no era eso, no era eso lo que le movía. La memoria: hace dos años, el murciano abandonó el Tour, rodilla tocada después de una etapa similar, con un remordimiento: no haber atacado en el Galibier. Ayer retomó la tarea y con más fuerza, con más motivación: se sacaba la espina, descubría qué pasaba si se atacaba, y ponía a prueba al kazajo de las rodillas vendadas. El experimento, guiado por el instinto, apoyado por Unzue, calculadora en mano y pinganillo conectado con Iván Gutiérrez, que iba por delante y que acabaría siendo determinante en el éxito de la iniciativa -primitivos, sí, pero con red de seguridad-, tuvo el siguiente resultado, cuádruple: pese a todo, no pudo alcanzar a Soler; gracias a todo, aisló a Vinokúrov -a quien no esperó esta vez Klöden, no todo se puede conseguir-, que llegó a la meta tres minutos después, llorando de dolor y rabia, desenmascaró a los garrapatas -o calculadores, para humanizarlos: los ciclistas que creen saber que el Tour se gana en la tercera semana y que más vale ahorrar ahora, y siempre, que derrochar- y sentó las bases para el espectáculo Contador.
Por el pinganillo Bruyneel, su director, le daba consejos a Contador, le informaba, le prevenía. Hablaba al vacío. Tardó tiempo el belga en percatarse y cuando vio por la pantalla de televisión que el de Pinto llevaba el auricular colgando, llamó a Popovich, el ucranio que le guiaba en el descenso: dile a Alberto que se ponga ahora mismo el pinganillo. No era para echarle la bronca, en todo caso: el ataque de Contador en el Galibier, dentro del grupo que había seleccionado los latigazos de Valverde, aun estando previsto, aun estando animado, aun siendo insensato, por temprano, le había dejado sin palabras. Contador no era Valverde, no tenía cuentas pendientes, en todo caso sólo la necesidad de empezar a escribir sus propias páginas en el Tour que tanto ama, pero le guiaba el mismo instinto de depredador. "Vi mal a Moreau y a Mayo, y sí, estaba muy lejos de la cima, a cinco kilómetros, pero lo tenía que hacer".
Terminada la jornada, Valverde, segundo en la etapa y en la general; Contador, maillot blanco de mejor joven, y el presidente Sarkozy, que llegó en helicóptero, siguió en coche 55 kilómetros y se fue en Vel Satis, con razones para añadir a otro español a la lista de sus ciclistas favoritos, que son dos, Ocaña, otro campeón insensato y feroz, e Indurain, la calma.
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