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Columna
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La solución

Le conozco desde hace largo tiempo, de cuando yo era un hombre ya entrado en copas y realizaba cotidianas y largas cabalgadas hacia ninguna parte, sobre el taburete de la barra. Entre aquellos tiempos y aquellas libaciones, el sorprendente páncreas, de cuya existencia tenemos una vaga noción, levantó un muro que nunca más fue derribado. Volví de vez en cuando, peregrino de mi nostalgia, sin sobrepasar un trago -bueno, quizás dos- de vino blanco de las vecinas manchas de Ciudad Real, de Toledo o de la tierra madrileña, donde agarra bien la cepa.

Aquel barman ágil y delgado, que se saltaba el mostrador a la torera, tiene tripa y no tiene pelo, tiene nietos y problemas con los proveedores y la Hacienda, más gastos que ingresos, descontento con los arbitrios y la falta de seguridad. Fui a verle y se le alegraron las pajarillas al recordar otras edades; no su pasado, al que apenas alude y me hace pensar que quizás no lo tenga, sino el de sus clientes, desaparecidos la mayor parte y cuyas peripecias, chanzas y secretillos, los que se dejan en el fondo del último vaso, están soldados a su memoria, como la costra de moluscos y roca, la viruela de las barcas que ya no salen a la mar.

Me habían avisado de que se cerraba el chiringuito que abrió al jubilarse y allí me desplacé, a la hora que fue del bullicioso aperitivo, las tertulias fijas, los cuatro o cinco oficinistas que se jugaban el vermú a los chinos, los dispares compadres del jueves y el sábado y la reiterada discusión para elegir el restaurante o la tasca del ceremonial gastronómico. El sediento precoz, en el habitual extremo del mostrador, con la espalda apoyada en la pared. En cada bar hay un bebedor tempranero y solitario, jubilado y misógino que pega la hebra con el barman. Como en esas comedias donde el tiempo hiere y mata, el cliente de la esquina es heredado por otro tan parecido que solo los muy avisados notan la diferencia.

Mi viejo amigo me cuenta que ha sido desvalijado varias veces. Más que la recaudación -nunca cuantiosa- le duelen los desperfectos en el mobiliario y que se lleven la lotería y las cajetillas que administra una sobrina. Especialmente la violación sistemática de una puerta blindada ante la caja fuerte, escalonada con cerrojos de seguridad que pronto se demostraron inútiles ante la destreza -y a veces la brutalidad- de los malhechores que parecían conocer todos los sistemas de seguridad como si los hubieran inventado ellos. Superviviente de una parroquia desvanecida el pasado, creyó que era posible reconstruir en su pueblo levantino algo del ambiente que reinaba en el elegante bar de Madrid donde había transcurrido su carrera. Un lugar que el turismo desmesuraba por semanas, lejos de aquella aldea donde la gente salía a la calle para que le hicieran un retrato con una nube sobre la cabeza. Me alegré con él, sentados frente a frente en su tabernita pueblerina, pedí noticias de su nueva actividad y se le ensombreció el semblante. Los impuestos, gabelas y chinchorrerías citadas aún no estaban digeridas cuando, apenas instalado, comenzaron a visitarle los ladrones, como si fuera el único a quien desvalijar. "Y, para colmo, aquella puerta", me dijo señalando con el dedo un lugar vacío. No había puerta.

"Los ladrones", aclaró. "Sobre todo, los guardias, el Ayuntamiento, que cuando vine había tomado muy en serio la ordenanza que obliga a que se franqueen hacia fuera, cuando me había costado un riñón y otro instalarla. Recibía continuos requerimientos amenazadores, que se cruzaban con mis inútiles denuncias por robo. Apenas conozco a nadie en este pueblo y, además, no me queda dinero para emprender la obra de reforma que me imponen. He aplicado el 'remedio de la tierra"

"Que ha hecho qué" - repuse, desconcertado.

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"Le he pegado una patada. Ya no hay puerta, ni para atrás ni para adelante. Desalienta a los rateros, ante el frágil cierre de persianilla y desconcierta a los municipales que no me pueden multar por dejar de hacer algo que no es posible".

Me convidó a otra ronda. Hombres así necesita nuestra democracia.

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