La rabia y el desastre
Aunque aún la obra caudal y agónica de Fernando Vallejo no había llegado a España (lo que debió, no sé si suerte o desdicha, primero al cine que a la misma literatura), mi amigo Fernando Savater me trajo de Colombia una biografía de Porfirio Barba Jacob -el poeta posmodernista colombiano, marihuano y muchachero- del que me sabía muy devoto, escrita por un tal Vallejo, Fernando, nacido en Medellín -que los de allá decían "Medallo"- en 1942. Veo que ahora ya no pone fecha de nacimiento en sus libros. ¿Rasgo último de coquetería en un presumible anticoqueto? Era esto en 1992. Leí aquella biografía editada un año antes (y ahora semirebautizada El mensajero. Biografía de Porfirio Barba Jacob) con pasión y desesperanza. El biógrafo se había hundido con vigor y fuerza en el biografiado -y además llegó a encontrar a un antiguo novio del poeta turbulento- pero se enfangaba en ella. El libro es admirable de saber y comunión, pero está escrito en un desorden tal -acaso con tales demoras- que a menudo se vuelve ineficaz, siendo un tomo absolutamente necesario... Con todo, aquella prosa sápida y dura, y aquel escribir sin pelos en la lengua (y apenas había comenzado) me dejó en sus ramas.
Se siente cerca y lejos de esa España, todavía imaginada como país santurrón y viejo, del que han salido cientos de males eclesiásticos, censores y golpistas
Fernando tiene un estilo lleno de energía y precisión, colmado también de meandros sabrosos y repeticiones
Ya había leído esa pentalogía
biográfica -la cuna de toda su prosa y su mundo tan autobiográfico, cuántas veces vamos y volvemos a Santa Anita- que culminó llamándose El río del tiempo, cerrada en 1999, y desde luego su espléndida novela corta -para mi su obra más redonda, con filos y sin mellas- La virgen de los sicarios de 1994 (ediciones colombianas que ahora me regaló Juan Cruz, acá sólo estaban empezando a llegar) cuando en 2001, en un tumultuante bar gay de Madrid, lleno de vicios gratos, un chico brasileño me dijo que acababa de conocer a otro escritor. ¿Me ha dicho que te quiere saludar, te importa? Así fue como una noche divertida -en la que Fernando ligó a manos llenas, es sediento- un chico de Paraná, que movía sus asuntillos venustos, me presentó a Fernando Vallejo, que había venido a España para el estreno de la película de Barbet Schroeder La virgen de los sicarios (buena película también, de la que fue guionista, pues el cine fue la primera vocación de FV). A la noche siguiente me invitó a una fiesta en casa de otro amigo colombiano, intercambiamos algún libro y charlamos, siempre pensando en el bar de los vicios gratos, que obtuvo los plácemes totales del novelista. Nunca nos hemos vuelto a ver, pero no he dejado de seguirlo. En México, no estaba aquella vez, y él es de los intelectuales colombianos (aunque trasterrado a México) que firmó negando volver a España, mientras alguno de nuestros gobiernos no retirase la ley de visado para los colombianos. Por cierto, la mayoría de aquellos irritados firmantes han vuelto, en ocasión marcada, pero no Vallejo. Es su carácter. ¿No ha escrito en El desbarrancadero, quizá su novela con mayores y a ratos más plausibles dicterios, frases como esta: "Colombia asesina, malapatria, ¡país hijo de puta engendro de España! ¿A quién estás matando ahora, loca?".
Fernando Vallejo es -creo- uno de esos muy hispánicos latinoamericanos (muy cuidador del idioma, que según él los españoles tratamos peor que nadie) que se siente cerca y lejos de esa España, todavía imaginada como país santurrón y viejo, del que han salido cientos de males eclesiásticos, censores y golpistas. Él es un desesperado, de algún modo, un Bernhard de otro clima. Cree -y lo cuenta- que el hombre es una criatura malvada y feroz, y que el planeta es todo injusticia y sangre. Lo ensucian las Iglesias y sus moralinas de sacristía, y lo limpian -imposiblemente los gallinazos, que según su deseo debieran devorar su cadáver- los santos animales de Dios, los buenos e inocentes animales, y los muchachos, cuya fungible belleza es, unos años, la sal de esta tierra desabrida y putrefacta. ¡No hay salvación! Por eso él dice que cada novela que publica será la última, y por eso vuelve a escribir (Mi hermano el alcalde, 2004) siempre en las cimas de la desesperación, en un estilo magnífico, enrabietado, lleno de energía y precisión, colmado también de meandros sabrosos y quizás excesivas repeticiones, pues Vallejo -caudal, torrencial, volcánico, sulfúrico- no teme retornar, subrayar y machacar de nuevo. Fernando es un loco de la vida y de la gramática (su primer libro Logoi se subtitula Una gramática del lenguaje literario) que sólo aspira al celeste desarreglo de la absoluta heterodoxia. No puede estar contento con nada, quien tampoco está contento consigo mismo. Es energía y furia (pese a algún patinazo) pero a estos escritores así, de la rabia y de la idea, de la pataleta y el desgarrón, de la soflama y de la iconoclastia, en tiempos como los que vivimos, tan sometidos, tan serviles, tan horros -más cada día- de libertad individual, los necesitamos como al maná el pueblo errante. Nos dan fuerza, alegría, vida, salvación, hermoso malditismo, aunque ellos -pero he hablado de Fernando Vallejo- crean estarnos dando tan sólo, y no era poco, la extremaunción en un mundo sucio y lleno de ratas (nosotros somos las ratas) que estamos llevando a pique. Amigo Vallejo: que los pecados gratos y tus santas furias cotraimperialistas y antipapales nos regalen pronto una nueva novela. Si pone mal a los españoles, seguro que lo merecemos (panda de paletos cada cual al hombro con su patria chica) ¡fíjate cómo has puesto a los colombianos, que tanto peleas!
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