McEwen y el milagro de Canterbury
El australiano se impone al 'sprint' pese a que una caída le descolgó del pelotón a 20 kilómetros de la meta
Los peregrinos que se contaban historias guarras, aleccionadoras, pícaras y morales camino de Canterbury viajaban en el siglo XIV, cuando Chaucer las transcribió, a caballo si eran ricos, en borrico si así, así, y a pie si no tenían más que lo puesto. Porque entonces no había bicicletas y tampoco los caminos eran muy así. Pero se mezclaban y no paraban de rajar durante las muchas millas que les separaban de la catedral, lugar de asesinato y tumba de Thomas Beckett. Historias de asombro y risa, casi como las que ayer, por ejemplo, se contaban entre ellos los 189 peregrinos que, vestidos de vistosos colores, pedalearon sus 200 kilómetros hasta llegar a unas duchas portátiles desde las que podían ver las torres esbeltas de la catedral normanda. Tampoco es que haya cambiado mucho el ser humano en estos 800 años, como las noticias del Tour reflejan. Historias de pecados y de milagros, de redenciones y de penitencias.
Si Chaucer, por ejemplo, narraba la historia en que Robin the Miller, el molinero, contaba los besos oscuros, los pedos, las dudas sobre el sexo que recibía sus caricias y las venganzas de un cura que quería seducir a una molinera, los del pelotón ayer -ya antes de salir con absoluta pompa y circunstancia y despedidos por una banda de beefeaters a los sones de La Marsellesa y de God Save the Queen- comentaban jocosos la noticia reflejada en el Daily Mail de que Robert Millar, aquel escocés del pendiente a quien Perico birló la Vuelta de 1985, se llamaba ahora Philippa York, o sea, que se ha cambiado de sexo y que vive con su novia, Linda Purr. Lo que no está nada mal para que deje de mirarse el ombligo un mundillo, el del ciclismo, en el que tanto tirón tiene la testosterona en todas sus formas y matices.
Y si algunos de los peregrinos forzosos no pensaban para nada en redimirse con su viaje, y si algunos ya se habían redimido de sus pecados y de los de su profesión la víspera, con el baño de masas a que se sometieron en Hyde Park, como contaba aún emocionado Egoi Martínez -"lo del prólogo, la emoción que viví, el sentirme protagonista ante un millón de personas, me ha devuelto la ilusión, las ganas de ser ciclista", decía el navarro del Discovery Channel-, otros, almas en pena, aún seguían buscando la gracia. Como David Millar, que aparte de ser de sangre escocesa y ser ciclista nada tiene que ver con su ex homónimo Robert, ahora Philippa. Pues este Millar, el actual, se sentía frustrado y fracasado por no haber ganado el prólogo de Londres, su especialidad, y para remediarlo organizó temprano una fuga cuyo único objetivo -prueba conseguida- fue la captura del maillot de lunares de rey de la montaña puntuando en los tres repechos de la etapa, suaves colinas en el verde Kent.
Entonces, boom, este bucólico bienestar y las ensoñaciones de los peregrinos se rompieron súbitamente, se hicieron pedazos como el cristal de la venta trasera del coche del Caisse d'Épargne contra el que chocó, despistado, Eduardo Gonzalo, ciclista catalán del Agritubel. El ruido del impacto que envió al hospital -nada roto- al corredor estremeció al pelotón, que del trance parlanchín pasó al nervioso. En bucle perpetuo, ante los ojos asombrados de Igor Anton, el escalador debutante que tanto miedo tiene a los días llanos, empezaron a sucederse las caídas. Peregrinos por los suelos. Quizás, en venganza por lo del pobre Gonzalo, un par de caídas correspondieron a ciclistas del Caisse d'Épargne. Una a Xabier Zandio, que se quejaba de la muñeca; otra a Nicolas Portal, quien respondió con imágenes a la pregunta de si los ciclistas usan calzoncillos -no, debajo del culotte, piel- y encontró una dolorosa anécdota para contar en su columna diaria en L'Humanité. La misma caída afectó también a Robbie McEwen, lo que permitió que a última hora encontrara un papel en la historia el mismísimo santo Thomas Beckett, pues lo sucedido sólo puede calificarse de milagro del obispo asesinado en la puerta del claustro de su templo.
"Es increíble", no pudo por menos de exclamar el afortunado sprinter australiano dando fe del milagro; "me he caído a 20 kilómetros de la llegada, me han dado un golpe por detrás, he salido volando por encima de la bicicleta, he caído de rodillas y manos, me duele todo el cuerpo. Mis compañeros me han ayudado a enlazar con el pelotón entre los coches. Me junté a falta de nada, un par de kilómetros, pero pensaba que sería imposible entrar en el sprint. Pero de la rabia y la frustración he sacado fuerzas. Y he ganado, jo".
Claro que a McEwen, quien aparte de lobo estepario hace pinta de descreído, se le escapaba un pequeño detalle, lo que narra Óscar Freire, quien estaba disputando el sprint por delante y también se sintió extrañado. "Fue curioso", dice el cántabro, que aún duda sobre el sexo de su forúnculo, que ya no le molesta tanto; "pero estaba lanzado el sprint y, de repente, hubo un parón. Y todos los que venían desde atrás, con McEwen a la cabeza, nos adelantaron..." Nadie, de todas maneras, vio la mano de Thomas Beckett haciendo de las suyas.
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