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Crónica:DON DE GENTES
Crónica
Texto informativo con interpretación

Paletos psicodélicos

Elvira Lindo

PERDER UNA DISCUSIÓN no es tan grave y tiene el aliciente de que se acaba antes. Lástima haberse dado cuenta tan tarde de esto, porque una se ha visto atrapada muchas veces en peleas que, de no haber sido por el prestigio de la victoria dialéctica, hubiera abandonado a la primera de cambio. Mi generación tiene en su haber un pasado lleno de broncas. No las ganaba el más listo, sino el más resistente y el más cruel. Cenas con broncas políticas; fiestas con broncas ideológicas, o culturales, o musicales. Gran coñazo. Una de las broncas de las que me arrepiento fue la que mantuve con un tipo con el que, después de varias copas, parecía compartir lo esencial en esta vida: nuestra afición por algunos cantantes de rock de los setenta, de los ochenta. Al principio de la conversación se hubiera dicho que éramos casi hermanos, hermanos de música, que era una categoría mayor que la de hermanos de sangre, pero la fraternidad acabó cuando se me ocurrió afirmar que mi pasión por esos músicos terminaba cuando bajaban del escenario y comenzaban a hablar. Mi ex hermano era tendente a convertir a cualquier estrella de la música en una especie de gurú al que había que escuchar con reverencia. Es algo bastante común porque, por alguna extraña razón, necesitamos que nuestro ídolo tenga nuestra misma tendencia política y posea las virtudes de un sabio. Yo me recuerdo gritando: ¡la mayoría no son más que una pandilla de paletos del Medio Oeste con dotes naturales para la música! No nos pegamos porque no estaba de Dios, pero seguro que si hubiéramos discutimos sobre nuestras madres no nos acaloramos tanto. Ayer me acordaba de esta estúpida discusión mientras veía una exposición sobre la psicodelia en el Museo Whitney. Allí estaban todos aquellos paletos a los que yo admiraba tanto. En realidad, lo que yo quería decirle a mi amigo es que no es necesario que un músico o un actor sean intelectuales, ni tan siquiera un escritor ha de serlo. Y ahí estaba yo, tantos años después, en la mareante exposición psicodélica. De las paredes colgaban esos dibujos como extraídos de un sueño de LSD, que se hicieron tan populares que acabaron por decorar mis cuadernos escolares gracias a sendos bolígrafos Bic ("Bic Naranja escribe fino, Bic Cristal escribe normal"). Todos esos paletos aparecían fotografiados en su presente más brillante, Janis Joplin, Jim Morrison, Jimi Hendrix, en imágenes de conciertos históricos. Tetas al aire, cintas y flores en el pelo, y algunas hazañas sonadas, como romper la guitarra después del concierto o mear en el escenario. Toda esta parte, tan divertida como trágica —acabó como acabó—, era sustentada por una desternillante base teórica que venía a concretarse, por hacerlo corto, en que la ingestión de drogas formaba parte de la consabida rebelión antiburguesa. O sea, todos muertos. A mi lado, una abuela hippy de melena blanca estaba paralizada ante una de las fotos del público del concierto de Woodstock. ¿Se habría reconocido? ¿Sería una de las chicas que aparecen con los brazos abiertos mostrando esos pechos preciosos? Ay, por dónde andarán esas tetas gloriosas, qué bajo habrán caído si no es que están ya a tres metros bajo tierra. Pero lo más hilarante era cómo algunas revistas de la época, con ese afán de juvenilismo que siempre han tenido los medios de comunicación, querían reflejar todo ese jaleo: "La nueva familia americana", decía la revista Life, y en portada aparecía una familia hippy, un tío con dos mujeres y un montón de niños, todos descalzos, con ropajes entre de granjeros y colgaos. Todos muertos. Hubo supervivientes, sí, y algunos de ellos continuaron haciendo música maravillosa. Haber vivido aquella época les convierte inmediatamente en supervivientes. Anoche vi a uno, Paul Simon, al que le hacían una entrevista porque la Biblioteca del Congreso americano ha creado el Premio Gershwin para compositores de música popular. Paul Simon, ya casi un anciano ilustre, educadísimo, iba vestido con elegancia. En su edad. Explicaba con melancolía cómo antes del disco de Graceland el público respondía a sus trabajos y compraba sus discos, y cómo después ese público le ha abandonado. De eso hace veinte años. Mis compañeros de la radio y yo, completamente abducidos por la belleza de esa música con toques surafricanos, poníamos el disco a todo meter en la redacción, en aquellos años en los que hasta en las redacciones se permitía estar un poco más loco, y bailábamos con el vermú del mediodía aquello de "diamantes en la suela de sus zapatos, aua, aua". Paul Simon se ha convertido ahora en gloria nacional. Lo es. Sus canciones están llenas de poesía y delicadeza, parecen cuentos cortos, pequeños sketches de la vida americana. Puede que no se compren más discos, pero gracias a Internet las canciones caen en el iPod, y una, que no es joven pero también es público, va escuchando por la calle la voz del hombre pequeño. Quisiera llamar urgentemente a mi amigo, decirle que me gustaría perder la discusión veinte años después, que me urge perderla, porque si bien un músico no ha de ser un intelectual ni un filósofo, hay cosas que sólo pueden contarnos las pequeñas canciones de cuatro minutos. Las únicas capaces de llamar nuestro pasado por su nombre. De la exposición salí agotada, es una estética insoportable si no te has fumado un porro, por lo menos. Había jovencitos imitando los atuendos campestres de la época, pero con cara de no haber roto un plato en su vida. Pero lo mejor, como siempre, estaba fuera del museo. Una de esas ancianas extravagantes que rondan por el Whitney llevaba un bolso adornado con una cara de hombre en relieve, como de látex. Era tan realista que daba grima. Con esa rara espontaneidad americana, alguien le dijo: "Qué mono su bolso". Y ella contestó: "Es mi marido. Es que soy viuda". A ver qué movimiento artístico compite con eso.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.
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