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Columna
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Familias y niños

Una vez tuve la suerte de traducir los cuentos del autor de El gran Gatsby, Francis Scott Fitzgerald. Dos de mis preferidos tienen a niños como protagonistas, Absolución y El extraño caso de Benjamin Button. El primero me recordaba mi infancia católica. El segundo cuenta cómo un hombre nace viejo y va volviéndose joven hasta morir en la cuna: una historia de corte fabuloso, que plantea "el desafío de la fantasía: convertir lo imposible en verosímil", como dice Matthew J. Bruccoli. Benjamin Button se publicó en 1922, en una revista popular, y ahora Brad Pitt ha hecho del caso Button una película, dirigida por David Fincher, que ya trabajó con Pitt en Seven y El club de la lucha. No sé cómo habrán transfigurado en cine el principio del cuento, en una clínica de Baltimore: el encuentro del padre con su anciano hijo recién nacido, de 70 años.

Me acuerdo de Benjamin Button cada año, cuando llegan estos días veraniegos y las familias de veraneantes. La costa es más tranquila en otras estaciones, al extremo oriente de Málaga, casi en Granada ya. Estos días hay una extraña inversión de edades: los niños actúan como viejos, como adultos sabios, y los padres como niños. En las mesas de los restaurantes el niño dicta lecciones con voz de dibujo animado japonés, nuevo Sócrates rodeado de sus discípulos. Antes los hijos oían hablar a los mayores para aprender a hablar como ellos, hoy los mayores aprenden a hablar como los niños, que hablan como idiotas incipientes y dan órdenes como un buen padre autoritario de hace treinta o cuarenta años, un cabeza de familia fruto de cuatro décadas de fascismo franquista. "¡Agua! ¡Agua!", ruge el niño, casi un "Aug! Aug!", que suena al grito de los soldados nazis en los tebeos de Hazañas Bélicas de 1960: Achtung!

No es una cuestión regional, sino nacional. Hay una generalización del infantilismo bestializado, con familias procedentes del occidente y el oriente andaluz, Madrid y las dos Castillas. Más que nacional, es imperial. Esta semana oía en Radio Nacional de España al especialista en ordenadores Manuel Ballestero, que le contaba a Tomás Fernández Flores, responsable del programa Siglo XXI, el triunfo del último invento de Apple, el iPhone, 500.000 aparatos vendidos en dos días. El éxito retrasará la venta en Europa porque las unidades europeas serán transferidas a los EE UU de América, nuestra gran autoridad moral, donde los consumidores, si no encuentran el producto anhelado, arrasan las tiendas. "Allí son más apasionados", dice Ballestero. "Más enajenados, querrás decir", aclara Fernández Flores.

Son como los niños que en la playa piden agua. ¡Agua! ¡Agua! ¡iPhone! ¡iPhone!, inmediatamente, ya, o chillo, o estrello el plato contra el suelo, o destrozo el local. Crecer es fortalecer el infantilismo nato, bestializarlo más con la fuerza física que da la edad, añadir un bate de béisbol, cosa muy americana también. Esto coincide con el debilitamiento de los viejos, degradados por los años y las nuevas técnicas de conservación de la vida, hasta la caída en la inmovilidad y los pañales, en la cuna final, como acaba El extraño caso de Benjamin Button, de Scott Fitzgerald.

La infantilización general la avalan las autoridades: han tomado la costumbre de tutear publicitariamente a los ciudadanos. Volvemos a la infancia o al pasado, cuando se presuponía que el súbdito era inmaduro e idiota. El Estado es un padre. Estoy viendo un anuncio de una compañía telefónica y la Junta de Andalucía: "Ana puede reunirse con sus jefes mientras juega con su hijo. Porque con Hogar Digital puedes compatibilizar tu vida laboral con la familiar". Los reclamos publicitarios son una mujer y un niño rubios. Esto no es cosa de hombres. La Junta de Andalucía colabora en la eternización de la imagen de la mujer en su casa, madre, aunque ahora sea también trabajadora para la calle, ni plenamente con sus jefes, ni plenamente con su hijo. Tienen la madre y el hijo del anuncio andaluz pinta de nórdicos, aunque aquí no existirán nunca las guarderías del norte de Europa. La madre aquí debe ser tradicional, el fruto eternamente inmaduro de nuestro país postcatólicofranquista.

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