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Columna
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Química

Desde la sopa de la vida, todo es Química. Nunca fue mi asignatura favorita, pero un rayo de luz se me hizo cuando el propio Stanley Miller explicó clarito y como para tontos, en el Botánico de Valencia, cómo había podido reproducir en laboratorio aquella carambola de hace 4.000 millones de años: un cóctel de gases, vapor de agua, relámpago y... voilà nuestro ancestro unicelular.

La Química tiene mucho que ver con las emociones. Dicen que en el amor romántico intervienen sustancias como la feniletilamina, de efectos parecido a una anfetamina: es decir, que pasan pronto. Y también con la obra que nos ofrecen los cocineros/artistas (¿químicos?) en cuyos platos, si te descuidas, hay más juegos malabares con moléculas que ingredientes propiamente dichos.

Si supiéramos un poco más de Química y un poco más de Economía nos daríamos cuenta de cómo estas disciplinas nos pueden salvar y nos pueden matar.

El suplemento Tierra de este periódico titulaba en portada hace un par de meses La vida entre tóxicos, advirtiendo que miles de sustancias peligrosas impregnan objetos y personas: tejidos, alimentos, juguetes, electrodomésticos, cosméticos... La Comisión Europea concluye que en este continente desconocemos el efecto de unos 75.000 compuestos químicos de los comercializados, aunque es seguro que 1.500 pueden causar cáncer, esterilidad o alteraciones hormonales. Greenpeace asegura que atentan seriamente contra la salud reproductiva muchos plaguicidas, plastificantes en PVC, cosméticos e higiene personal y resinas que sirven para empaquetar comidas. Un estudio de la Universidad de Alicante concluye que las peluqueras sufren mayores problemas en su salud reproductiva por el contacto con al menos una docena de tóxicos cancerígenos así como con sustancias alergénicas e irritantes. Se supone que todas ellas contenidas en productos (champús, tintes, lacas...) fabricados y comercializados con todas las bendiciones, que tampoco se necesita llegar al muy actual caso del Colgate apócrifo. También cuentan con todos los permisos ciertas campanudas marcas de lápices labiales que, según investigaciones de confianza, incluyen un alto nivel de plomo, "y por eso se fijan más".

Las presiones de la industria Química son muy fuertes: en Europa mueve 440.000 millones de euros, con 1,3 millones de puestos de trabajo en 27.000 empresas.

Pero la inacción gubernamental no se explica sólo por la exquisita prudencia para no perjudicar a estas compañías. Hay procesos químicos en los alimentos que también pueden ser altamente perjudiciales, si no directamente letales. Y de ello no nos informan los anuncios de Sanidad. Los suecos fueron pioneros en lanzar esta alerta, y hace ya años que investigadores de la Universidad de Valencia (Yusá, Quintás, Pardo, Marí y Pastor) vienen obteniendo inquietantes conclusiones sobre la presencia de acrilamida en productos muy populares adquiridos en nuestros supermercados. Esta sustancia, a la que se atribuye poder cancerígeno y que ya estaba clasificada como genotóxico, se forma cuando un alimento rico en almidón es sometido a altas temperaturas: papas fritas, café, galletas y cereales para el desayuno son los más contaminados, pero también cualquier alimento frito u horneado (incluso en casa) que acabe con ese apetitoso aspecto tostado.

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Pero esto, ¿lo sabe la población? ¿Atentaría contra sagrados intereses replantear los procesos productivos de la industria para evitar un riesgo seguro? ¿Tan complicado es recomendar usos saludables a quien se ocupa de la cocina doméstica, recordando que conviene cocer o bien freír y hornear a temperatura más baja, durante menos tiempo?

Nos preocupa la porquería que respiramos, pero no tanto lo que comemos. Ya se sabe que la contaminación urbana daña el corazón, pero también se acaba de publicar que los cánceres ya superan a los problemas cardiovasculares como causa de muerte. Luego todo son fiestas de la banderita para comprar nuevos aparatos y nuevos fármacos, Química costosísima al fin y al cabo. También queda el consuelo tan clásico de que de algo hay que morirse. Pero al menos que no podamos decir que no nos lo habían advertido.

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