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Columna
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Blowin' in the wind

No creo que quede nadie con cierta memoria cinematográfica que no haya sentido el impulso de cantar La Marsellesa cuando la orquesta del Rick's Café de Casablanca la interpretó en un tour de force en medio un casino atiborrado de oficiales nazis. Supongo que eso sucede porque ese himno iba mucho más allá del país que representaba y se había convertido en el símbolo de la Resistencia. Probablemente su autor, nunca pensó que aquella composición con el tiempo llenaría también un imaginario, flotante como las gabarras del Sena, de una patria más soñada que real, con mercados abiertos al amanecer y librerías de viejo, con buhardillas iluminadas y parques cubiertos de hojas en otoño. Demasiada literatura.

Hay himnos que encierran toda una manera de entender el mundo, trágica o victoriosa; otros son pomposos y floreados igual que una tarta de nata. Hay himnos graves, himnos melancólicos como la canción de un acordeonista ciego... Los austriacos hicieron su himno a partir de unos compases de Mozart y el de Alemania se basa en el adagio de un cuarteto de Haydn. El Himno a la Alegría, de Beethoven, es bello y grandioso, pero demasiado espiritual para lo que en su inicio fue la Comunidad Europea del Carbón y del Acero.

Casi todos los himnos surgieron a lo largo de los siglos XVIII y XIX en el proceso de formación de los estados-nación, pero no se convirtieron en himnos nacionales reconocidos hasta el siglo XX. Mientras eso ocurría, los españoles estábamos demasiado ocupados, matándonos los unos a los otros y cuando al fin acabó la Guerra Civil, los vencedores iban con sus banderas victoriosas por el imperio hacia Dios, mientras los vencidos estaban en las cárceles o habían sido fusilados al amanecer o simplemente no tenían ganas de cantar.

Hoy afortunadamente no somos de una pieza, sino que hablamos varias lenguas con las que le damos la vuelta al ruedo ibérico. El himno gallego es serio y monótono, sin apenas modulaciones, como si quisiera imitar el roncón de una gaita que de niña me obsesionaba. De la letra tampoco se pueden desprender muchos entusiasmos: una pregunta detrás de otra. Con semejante interrogatorio no hay patriotismo que aguante. A lo mejor precisamente por eso ha acabado por gustarme. A su lado, el himno asturiano es alegre, burbujeante y en él podemos reconocernos todos más jóvenes en la foto del viaje de fin de curso.

Ahora algunos andan buscándole las costuras a un país tan mal cosido con la puntilla de una letra para el himno, sin reparar en los demonios de esta España de coplas viejas. Sin Quintero, León y Quiroga a este himno nuestro no es capaz de ponerle letra ni dios. Además no está el patio para himnos.

En medio de este debate, el premio Príncipe de Asturias de las Artes ha recaído en un judío flaco de Minnesota, un tipo que con sólo veinte años, una armónica y una guitarra se convirtió en el ídolo de una generación que buscaba respuestas en el viento. Puede que a él no le gustara demasiado el papel de gurú de aquella insurgencia juvenil, pero no pudo luchar contra su carisma. El fraseo de sus letras, una leyenda misteriosa, su forma de dinamitar las fronteras entre el rock y la más estricta poesía hace que a día de hoy Blowin' in the wind sea el único himno que algunos podemos cantar sin sonrojarnos.

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