La prohibición o el aviso
Un buen termómetro de la cultura democrática de una sociedad está en comprobar si ha calado la diferencia entre censura y boicot. La censura es en sí misma un hecho deplorable. Además, la censura se practica desde el poder, ya sea público o privado, de modo que supone una conducta coactiva por parte del poderoso sobre el débil. El boicot, por el contrario, es una acción legítima y democrática. El boicot es un acuerdo entre personas para, en uso de su libertad, abstenerse de hacer o comprar algo, ya que obrar de otro modo supondría, en opinión de aquellas, la aceptación de un hecho concebido como injusto. El boicot lo ejercen los que están abajo contra los que están arriba y el boicot, además, no supone ninguna forma de violencia o coacción. En contra de una primera asociación mental, el boicot no sólo se diferencia de la censura, sino también de otras acciones ilegítimas como el chantaje o el sabotaje, que sí comportan una violencia o física o moral.
El boicoteo siempre será un arma de la gente frente a los poderosos, pero en nuestro tiempo, paradójicamente, el poder se resiste a censurar. El poder político, en concreto, ha aprendido que en las sociedades democráticas la práctica de la censura es muy difícil de justificar. Sólo cuando la ideología dominante se siente absolutamente segura de sus fuerzas (la eliminación de anuncios "sexistas" es un buen ejemplo de práctica inquisitorial desprejuiciada) la sociedad asume la censura, lo cual no quiere decir que porque sea tolerada sean menos criticables ni la censura como tal ni el político que la practica. Pero al margen de esos casos, la censura, hoy por hoy, es un acto injustificable. Por eso el poder ha encontrado un sistema mejor que la prohibición para imponer sus puntos de vista: la prescripción de un hábito o de un lenguaje controlados. Es lo que se denomina "políticamente correcto". Hoy el poder político, en las democracias estables, casi nunca aspira a prohibir, vetar o censurar, sino a prescribir, dictaminar o recetar; a establecer, en suma, recomendaciones, más o menos expeditivas, acerca de cómo se debe hablar, cómo se debe escribir y, al cabo, cómo se debe pensar. Sabiendo que cualquier prohibición, sea cual sea el presupuesto ideológico en que se inspire, siempre resulta antipática, el poder deduce que resulta más rentable establecer recomendaciones y hacerlo de tal modo que toda resistencia quede desprestigiada. Es decir, se ejerce la imposición ideológica desde la acción y no desde la negación; mediante fórmulas positivas y no negativas. Se trata, en suma, de prescribir y no de proscribir.
Las herramientas para llevar a cabo esta tarea son un abanico de libros de estilo, manuales de buenas prácticas, recomendaciones lingüísticas, tareas de sensibilización, diccionarios terminológicos y orientaciones varias que caen sobre nosotros con la infalibilidad de las encíclicas. Recientemente se hicieron públicas las ponencias de unas jornadas de periodismo social que constituían todo un catecismo de recomendaciones dirigidas a la ocultación de la realidad y a la imposición de un comisariado mental sobre los profesionales. Bajo la paternal apariencia de "recomendaciones" se articulaba un horrendo filtro ideológico, una serie de tendenciosas exhortaciones dirigidas a descalificar todo análisis de la realidad que contradijera los apriorismos del radicalismo más sectario.
La identificación del ánimo dictatorial era sencilla cuando se articulaba mediante prohibiciones, pero hoy el totalitarismo no se define tanto por lo que proscribe como por lo que prescribe. La verdadera lucha de la libertad frente a sus enemigos se libra en un terreno difuso, donde la construcción de prejuicios está al alcance de cualquier grupúsculo aliado de los poderes públicos y subvencionado con largueza. Antes había que temer a un censor o a un policía, pero ahora el totalitario adopta el candoroso aspecto de organizador de ciclo de conferencias o director de programas de sensibilización. Prescribir en vez de proscribir, es la amenazadora fórmula. Y esto proporciona un sentido aún más urgente a la máxima de aquel célebre filósofo británico: para que triunfe el mal basta que los hombres buenos no hagan nada.
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