Patio que se cierra al mundo
Cerca ya de concluir este inventario de fetiches no podía olvidarme del patio del edificio medieval que, como una churrería infatigable, lleva cinco siglos fabricando generación tras generación de licenciados. El patio de la Universidad central fue el hipocentro de la vida intelectual de la ciudad a juzgar por las memorias y autobiografías de los literatos y otros prohombres del siglo XX: ya antes de llegar a ese patio tenían una rica vida interior, más o menos asfixiada por el ambiente sórdido y opresivo que respiraba la época, fuese cual fuese, todas lo han sido, un ambiente enrarecido como el de la novela Nada, de Carmen Laforet. Aquellos señores ya en el bachillerato tenían rica vida interior, y serias inquietudes literarias y políticas, y un hipertrofiado y narcisista sentido de la justicia, y facilidad para indignarse ante las injusticias y mezquindades de la vida; pero para que estos atributos y potencias se manifestaran en todo su esplendor les faltaba encontrar almas gemelas, hermanos de elección. Invariablemente lo encontraban en la Universidad, y no en las aulas, el bar o la biblioteca, sino en el mítico patio de letras, con sus naranjos, sus arcos, sus bancos, su aljibe de agua verde en la que flotan las colillas, un nenúfar, unas hojas muertas y el pálido rostro de la Ofelia de John Everett Millais, la desdichada Elizabeth Siddal, coronada de violetas y amapolas y mirando con los ojos muy abiertos y asombrados el cielo azul de Barcelona...
Aquellos hermanos electivos circulaban por un espacio en elegante blanco y negro, lucían ropa gris y corbatas estrechas y un mechón de pelo rebelde sobre la frente pensativa; estaban podridos de talento. Misteriosamente se reconocían en el patio de letras, se abordaban los unos a los otros a la sombra de los naranjos, y resulta que a todos les pasaba igual: que por imposición familiar estaban cursando carreras serias, Economía o Derecho, pero en cuanto sus tutores se descuidaban ellos se iban para el patio de letras. Luego, al correr de los años siempre recordaban con nostalgia las conversaciones bajo los arcos. Cuando vuelven a visitar el patio les parece, como suele pasar cuando se visitan los escenarios de la infancia, que ha encogido; y además hay unos pasquines vulgares en las columnas, y hastiosas proclamas políticas, y en los bancos grafitos punkies, y los chicos y chicas que arrastran por ahí los pies y cargan sus zurrones y sus carpetas de apuntes ofrecen una estampa deprimente. ¡Parecen aburrirse tanto!
Quizá es que no busqué bien o que los tiempos ya estaban cambiando, pero a modo de hermano electivo en el patio de letras sólo encontré a Dani López. Por cierto que Dani no se aburría nada: sufría demasiado. A la salida de la clase de Griego que impartía en el aula del primer piso un maestro con chapela y barba, se acercaba a la balaustrada y me señalaba a alguna chica linda en los corros del jardín. Con una sonrisa de desprecio y rencor le reprochaba su lascivia: "Mira a esa, mira a esa, cómo se ha vestido para provocar, la muy golfa. ¿Te das cuenta cómo se atusa el pelo? ¡Será zorra!". Luego pasaba a fijarse en otra chica muy graciosa, pero que tampoco le parecía trigo limpio: "¡Y esa! ¡Fíjate en esa, la del minishort! ¡Se le marca todo! ¿Qué pretende? ¡Bien lo sé, bien lo sé, lo que pretende! ¡Golfa viciosa!", etcétera. Al pobre Dani López el deseo le consumía. Le hubiera ido de perlas una sesión de electroshock. Ahora debe de ser profesor de instituto, catedrático, o erudito en algo, o habrá ingresado en un convento. Me acuerdo de él y del patio de letras con mayor frecuencia desde el año 1990, cuando memoricé Salamanca: estando en Sofía, sin libros, tomé prestado en la biblioteca de la embajada una antología de Unamuno, y por las noches en el hotel me entretenía aprendiendo ese largo poema estrofa tras estrofa. Arsuaga me ha dicho que es el peor poema de Unamuno. Qué sabrá él. Muy al contrario, es una deslumbrante composición, llena de bellezas, aunque llena también de ripios, es verdad, y aunque entre sus versos aparezca la palabra entrañas, palabra inaceptable pero que gusta mucho a los poetas españoles. Así, por ejemplo, es notorio que Machado vivía "en paz con el mundo y en guerra con mis entrañas", estado nada envidiable; y que Bécquer, viendo su amor rechazado en la rima XLVIII, expeditivamente "como se arranca el hierro de una herida / tu amor de las entrañas me arranqué", etcétera. También para Unamuno la ciudad de Salamanca es un "bosque de piedra que arrancó la Historia / de las entrañas de la Tierra madre". ¡Y estoy hablando sólo de los grandes poetas, si bajamos el nivel, la cosa se convierte ya en una casquería! ¡Qué obsesión con las entrañas, señor mío, con lo aseado que quedaría honduras, o profundidades, o el corrido corazón, como en la poetisa oriental que alguien citó aquí hace unos años y cuyo nombre he olvidado: "De las innumerables escaleras / que llevan hasta mi corazón / tú sólo subiste / dos o tres."
Salamanca, el espléndido poema, se desarrolla como un zoom cinematográfico que empieza describiendo una vista general de la ciudad entre los campos de trigo junto al Tormes; luego se acerca -el poema, la cámara, don Miguel, el lector- a la Universidad; entra en el patio ("en este patio que se cierra al mundo / y con ruinosa crestería borda / limpio celaje"), evoca las sombras de fray Luis y de Cervantes y otros ilustres huéspedes de la Universidad; y en las últimas estrofas entra en el aula y se fija en qué han escrito los estudiantes con la navaja en los bancos de madera: la íntima verdad. No aforismos de Heráclito o versos de Horacio, sino "Teresa, Soledad, Mercedes, / Carmen, Olalla, Concha, Blanca y Pura, / nombres que fueron miel para los labios, / brasa en el pecho"...
museosecreto@hotmail.com
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