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Columna
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Reflexión incorrecta sobre el histrionismo gay

Las imágenes de Chueca llegan a nuestras retinas con el colorido tradicional, pechos al descubierto, labios inmensos de rojo pasión, piernas enfundadas en medias imposibles y, en la atmósfera, una artificial sobrecarga de erotismo todo a cien. El barrio homosexual por excelencia acaba de abrir la fiesta del orgullo gay con un sonado y polémico pregón en inglés de Marta Sánchez, y las televisiones se tiñen de provocación gamberra y desvergonzada. Hoy es el día del gran desfile y se prevé un Madrid multicolor que, para suerte de los que amamos la libertad, provocará intensas urticarias a ese otro Madrid de pañoleta, conferencia episcopal e ideología bajo palio. Como no puede ser de otra forma, alzo mi brindis para saludar a mis queridos amigos del otro lado de la acera, mis liberados de los armarios del tiempo del miedo y el prejuicio, mis maduros recién casados, mis chicas que ya no sufren por un cuerpo equivocado. Para Juan, y Jordi, y Boris, y Judith, y Vanessa, y Jorge Javier, y Toni, y Albert, y Jesús, y Bibí, y Antonio, y Miquel y... Es un día de aplauso, por las luchas conseguidas, por los derechos conquistados, por la felicidad. También es un día para recordar que aún existen ocho países que los condena a muerte, que el rey Juan Carlos acaba de darle un premio al sátrapa de uno de ellos, el rey Abdulá de Arabia Saudí -quizá porque los intereses espurios nos interesan más que los seres humanos-, que en muchos lugares del mundo sufren oprobio, estigmatización y desprecio. Y que en la mayoría de esos países aún no tienen regulados sus derechos mínimos. La fiesta, pues, se contamina de dolor por las víctimas que aún caen y de rabia por la lucha que aún no puede cejar. Y aunque tradicionalmente se trata de una fiesta de alegría, música, griterío y baile, no podemos olvidar que nace del llanto. Brindemos, pues, por el camino recorrido en la sinuosa geografía de la libertad.

No puedo evitar, sin embargo, esbozar una incómoda pero convencida reflexión crítica, y abro la caja de los truenos con esa figura retórica tan útil y prudente como es la interrogación: ¿es necesario que toda reivindicación gay pase por un espectáculo histriónico, desmesurado y generalmente bastante vulgar, donde las carnes al sol y los labios siliconados monopolizan unilateralmente la imagen? Me resulta difícil entender por qué motivo, una lucha tan seria, tan serena y tan justa, necesita maquillarse hasta el delirio y mostrarse como si fuera la expresión barata de un cabaret de provincias. Cada acontecimiento vinculado a la reivindicación gay se sobrecarga de tanta escenificación forzada, que la normalidad que se pretende conseguir se ahoga en un mar de mal gusto, exhibicionismo delirante y una estética de puterío portuario que antes parece el preámbulo de un porno casero que una manifestación de ideas, derechos y reivindicaciones. Por decirlo de una forma popular, que mis amigos gays entenderán perfectamente, hemos luchado para que se hable de la normalidad homosexual, y este tipo de acciones nos devuelven al lenguaje de la mariconada. Como si, necesariamente, para ser gay uno tuviera que ser un redomado hortera.

Un amigo homosexual, preocupado como yo por la cuestión, me decía que es muy difícil romper la estética chillona y vulgar de este tipo de manifestaciones, sobre todo porque la imagen la acaban monopolizando los colectivos más histriónicos, no en vano la lupa televisiva siempre busca el color y el exceso. Puede que sea así, pero entonces tenemos un problema. Porque la realidad homosexual es la que dibujaba, con digna maestría, el episodio de Anatomía de Grey del pasado jueves, y la que dibujan, en su vida cotidiana, miles de ciudadanos que trabajan, viven, gozan, sufren y luchan con toda normalidad, sin necesidad de ponerse plumas en el trasero. Esa es la conquista, ver en cada homosexual al maestro de escuela, al médico, al comercial, al autónomo, al marido, al padre, al hijo que comparte nuestra sociedad, la enriquece, la vive y la construye. La manera que tenga de gozar su sexualidad pertenece al territorio amable y, a veces, inhóspito, de la intimidad. Personalmente, no quiero ver homosexuales. Quiero ver ciudadanos. Por ello me inquieta y -reconozco- me molesta este tipo de acontecimientos que se resumen, al final del día, en un compendio de locas vulgares haciendo todo tipo de piruetas con la lengua, las piernas, el pecho y todo instrumento que, en algún lugar lejano de la memoria, tuvo que ver con el sexo.

Por supuesto, elevo una autocrítica al periodismo, que busca desesperadamente la foto más histriónica para ilustrar este tipo de noticias. El buen periodismo también se alimenta de una buena tajada de vulgaridad. Y sin embargo, creo que tendríamos que ser más rigurosos con la imagen de un colectivo humano que ha luchado duramente, durante siglos, por conquistar el derecho a la normalidad, es decir, el derecho a ser libremente lo que quieran, y no pagar por ello. Pero también es necesario que el propio colectivo eleve su autocrítica al respecto. Homosexual o maricón, quizá esa es la cuestión.

www.pilarrahola.com

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