El cuestionario o la entrevista
Hay grandes entrevistadores en la televisión; son los que desaparecen. Es decir, comienza la conversación, ellos hacen una pregunta y de pronto el entrevistador se va, y el hombre o la mujer que se someten a la conversación empiezan a deslizarse por su historia como si allí dentro, en el estudio, no hubiera otra cosa que su angustia, su felicidad o su memoria. Es un arte muy difícil que a veces se tergiversa y se convierte en un cuestionario que incomoda más que estimula. Hay grandes excepciones, como la de Joaquín Soler Serrano. Sus entrevistas son memorables ahora, porque son únicas, pero cuando las veíamos, en los años setenta, nos parecían un pestiño: el personaje se ponía junto a una especie de altarcillo, el entrevistador se le acercaba con su resma de documentación, y comenzaba el interrogatorio.
Vistas ahora esas entrevistas son geniales, porque se advierte que con esa técnica sinóptica de Soler Serrano sus grandes personajes (Borges, Cortázar, Rulfo, tantos, españoles y extranjeros) conseguían introducirse en su historia como si la fueran recorriendo de la mano, simpática siempre, amable, del periodista.
Los personajes de Soler Serrano se sentían en su casa, y acababan hablando como en casa. Esas entrevistas han resistido el paso del tiempo, y se han vengado de los que en aquel tiempo no sabíamos muy bien si estábamos ante gran periodismo o ante periodismo circunstancial. Ahora ya no domina ese género, los periodistas (Magro, San José, Otero, Gabilondo, Vallés, Milá, Domínguez, Piqueras, Francino, Bueno, Valentín, Mendizábal, Cuní, Terribas..., muchos de los que lo hacen en la tele) conversan más que preguntan, y a veces preguntan para luego conversar, como en el caso de Gabilondo. Hay otro género raro, el que protagoniza Dragó en Telemadrid. Lo vi anteayer entrevistando a Esperanza Aguirre y todavía no sé a qué género corresponde eso que hizo. Fue tan pelota que creo que la presidenta se incomodó.
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