El mundo sabe ya lo que da esto de sí
Hace unos años era Reino Unido el que correteaba con un reloj por los pasillos de la Comunidad Europea, en Bruselas, lamentándose como el conejo amigo de Alicia: "Ay, señor, ay, señor, llegaré demasiado tarde". Ahora es toda la Unión Europea la que llega tarde, demasiado tarde a su cita con el resto del mundo: la Europa política que pretendía hablar algún día con una única voz en el concierto internacional fue derrotada la semana pasada en la última cumbre de la UE.
Los euroescépticos pueden estar felices, pero no se comprende la satisfacción que exhiben los que confiaban en aquel otro proyecto. Cierto, la UE ya no está completamente paralizada. Se puede avanzar en temas importantes: comercio, servicios, capitales... Incluso podemos ponernos de acuerdo, juntos o por cooperaciones reforzadas, en temas de fronteras y policías. Está bien. Pero en Bruselas hemos aceptado una Europa mucho menos importante en términos políticos y, sobre todo, hemos perdido, quizás, la última oportunidad para dar aunque sólo fuera un pequeño paso en esa dirección. Esa puerta ha quedado cerrada y no parece que se pueda volver a entreabrir. Más bien, lo probable es que se vayan colocando nuevos sacos de cemento en las rendijas. No es que la Europa política que algunos divisaron en Maastricht haya quedado aplazada. Es que ha ganado una parte de Europa que, simplemente, no quiere que la Unión sea así. Ni ahora, ni nunca.
La credibilidad del proyecto de una Unión Europea capaz de actuar en el futuro como una potencia equiparable a las que ya dominan, o dominarán, el escenario mundial (Estados Unidos, Rusia, China, India) ha quedado desintegrada. El resto del mundo estaba mirando y ya sabe lo que da de sí todo esto: muy poco. Es difícil que alguien pueda dirigirse a nosotros confiando en que se le ofrezca un modelo distinto para hacer frente a los desafíos mundiales. Simplemente no es verosímil.
La Unión Europea ha dejado escrito en Bruselas que nunca hablará con una voz propia en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, ni en ninguno de los organismos internacionales en los que todos juntos podríamos tener algo serio que decir. Como ya no hay nadie que no se carcajee de la fuerza, por separado, de Reino Unido, Francia o Alemania, está claro que Europa renuncia a ser otra cosa que un fiel financiador de decisiones ajenas.
Lo más honesto sería advertir ya a todos los ciudadanos de que esto es lo que hay. Dejen de marearnos con ideas sobre una Europa potente y decisiva, capaz de defender valores comunes y de ayudar a equilibrar un mundo peligroso e injusto. Dejen de utilizar ese banderín de enganche para después llevar a todo el mundo, precisamente, por otro camino. Somos, simplemente, un fantástico mecanismo mercantil, que nos da prosperidad, relaciones pacíficas y estabilidad económica. No es poco, desde luego. Es incluso verdaderamente estupendo. Pero no es de lo que se hablaba hace diez años.
La verdad es que se hicieron tantas cosas mal en relación con la fenecida Constitución europea, se hizo todo tan tarde, con la ampliación a 25 ya en la mesa, y se cometieron tantos errores, que hasta puede que tengan razón quienes piensan que lo ocurrido en Bruselas no es lo peor que podría haber pasado. La mayor catástrofe, dicen, era continuar paralizados. El acuerdo que han cocinado Merkel y Sarkozy, con el apoyo de Rodríguez Zapatero, permite engrasar un poco los obstruidos mecanismos de funcionamiento, tomar decisiones por mayoría en muchos más asuntos digamos técnicos y volver a poner en marcha un motor que parecía ahogado. Los españoles, en concreto, hemos salido de Bruselas en bastante buena posición, con todas las ventajas que exigía Polonia y con ninguno de los costes que han tenido que pagar los gemelos diabólicos, por mucho que ahora no sean conscientes de ello.
Pero los europeos, los españoles también, hemos salido sin que un ciudadano polaco pueda reclamar ante un tribunal de la UE los derechos que antes le reconocía directamente la Carta constitucional. Europa acepta que Europa eche a funcionarios y profesores homosexuales. Rousseau decía que resistía mejor los dolores agudos que la tristeza prolongada. solg@elpais.es
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