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Columna
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Esos rusos

Son bien conocidas las últimas palabras de Goethe, al que regreso tras años de abandono. "Más luz" fue lo que al parecer exclamó el de Weimar, y no cabe duda de que esa última demanda de luz cuadra a la perfección con la imagen sintética que la posteridad ha elaborado del genio alemán, por más que en realidad fuera un hombre bastante oscuro. También le cuadran a la perfección a la personalidad de Antón Chéjov sus últimas palabras: "Ich sterbe", o sea, me muero. Supongo que son esas las que le cruzan la mente a todo el mundo en ese trance, y son las que se podían esperar de alguien tan poco petulante y tan maravillosamente equilibrado como el dramaturgo ruso. Posteriormente, se ha elaborado toda una literatura en torno a ese momento final chejoviano, a la que contribuyó de forma decisiva, si bien añadiéndole bastante ficción al asunto, Raymond Carver con su excelente relato Errand. En aquella habitación del moribundo en Badenweiler hubo, en efecto, champán -encargado por el médico que atendía al enfermo-, aunque no está tan claro que Chéjov bebiera un sorbo antes de pronunciar sus célebres palabras finales. Que éstas fueran las que se le atribuyen depende también de las diferentes versiones de los testigos. Todos coincidieron en que las pronunció, pero según el testimonio de su mujer, la actriz Olga Knipper, las últimas de verdad fueron éstas: "Hace mucho tiempo que no bebo champán". No hay duda de que "Ich sterbe" queda más rotundo, así que dejémoslo estar.

Las que no parece que fueran registradas son las últimas palabras de Lev Tolstoi, aunque sí hay constancia de alguna de sus últimas frases mientras agonizaba en Astapovo, tras su huida loca de casa en pos de la salvación: "¿Y los campesinos? ¿Cómo mueren los campesinos?". A Tolstoi, obsesionado de por vida con la muerte, le hubiera gustado morir con el estoicismo que entonces se les atribuía a los campesinos rusos ante el momento supremo, y resulta difícil imaginarlo con una copa de champán en la mano mientras exclama "Ich sterbe", aunque seguramente fue lo que pensó. Intrigado, quizá, por la actitud que Chéjov podía mantener ante la muerte, Tolstoi lo visitó en el hospital después de que aquel sufriera su primera hemoptisis grave. Mientras Chéjov, conservando siempre su serenidad, escupía sangre, Tolstoi sólo hablaba de la muerte y de la vida en el más allá, hasta que consiguió irritar al enfermo. La maravilla posterior en la que se resolvería nuestra muerte, según los deseos de Tolstoi, a Chéjov no le interesaba en absoluto, porque la veía como una masa informe y congelada; a él sólo le importaba esta vida. Pese a su grave enfermedad, nunca había vivido la grieta que a Tolstoi se le abría en este mundo, a él que describió tan maravillosamente su belleza. Con alguna frecuencia, lo asaltaba un terror inmotivado que lo hacía sentirse extraño al mundo, una angustia que lo paralizaba: Ich sterbe.

Se conocen también las últimas palabras de Nicolai Gógol: "Traedme una escalera.¡Rápido, una escalera!". No cuesta imaginar para qué la querría, y tampoco a él le cuadraba agonizar con una copa de champán en la mano. Su opúsculo Pasajes selectos de la correspondencia con amigos, en el que teorizaba sobre el principio divino contenido en Rusia, recibió una respuesta demoledora por parte del crítico Bielinsky mediante una carta abierta en la que le recordaba que la salvación de Rusia no se hallaba en el misticismo o la piedad, sino en la educación, la civilización y la cultura. Un par de años después, Dostoyesvsky fue detenido y condenado a muerte por el simple delito de leer en voz alta en un círculo privado esa carta de Bielinsky. Su posterior aventura espiritual, más próxima quizá a la de Gógol que a la de su crítico, forma parte de la historia de la cultura, de la nuestra, aunque ignoro cuáles fueron sus últimas palabras.

Confieso haber sentido desde siempre cierta curiosidad por los rusos. Quizá se deba a su naturaleza fronteriza, a cierta similitud con nuestra propia situación geográfica y espiritual, al modo marginal como se nos ha solido ver a los españoles, y se les sigue viendo a ellos, desde ese corazón europeo que, sin embargo, tanto a ellos como a nosotros nos ha servido de referencia para definirnos. Mitad occidentales, mitad orientales -como nosotros-, son y no son europeos, pero al menos desde hace un par de siglos su alteridad no deja de interpelar a nuestra más profunda naturaleza y supongo que va a seguir haciéndolo. Si la europeidad de los españoles ya no puede ser cuestionada -pese a que alguien nos proponga a los hermanos Kackzinsky como modelos, lo que me pone los pelos de punta-, la europeidad de Rusia es una asignatura que aún nos queda por resolver.

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