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Columna
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Del cuaderno azul al bolso

Miquel Alberola

Francisco Camps se reentronizaba el mismo día que Tony Blair dejaba Downing Street, no en balde Milagrosa Martínez se vistió de clavariesa y Santiago Grisolía se puso el traje blanco que su mujer le compró para alternar en el Club de Arco de Wisconsin con zapatos a tono. Era un día grande en las Cortes y por eso había en el hemiciclo un piano de cola con la boca abierta y dos maceros vestidos de sota de bastos, mientras en la tribuna de invitados se superponían la ocurrencia de Alfonso Rus y la mirada oscura de Carlos Fabra, capisci?

La gobernanta Ana Michavila iba vestida para ser vista. Incluso esperó a que todos los diputados ocuparan sus escaños para cruzar por la pasarela de parqué balanceando el bolso que encerraba el arca de la alianza, como si hubiese hecho un curso de FAES. El bolso de Michavila ha sustituido al cuaderno azul, y el terror derivado de la falta de información entre sus principales colaboradores y correligionarios ha convertido a Camps en un referente orgánico escalofriante, a la vez que ha propiciado que la confección de organigramas haya desplazado al sudoku entre los funcionarios del Palau.

Con esas claves, el presidente ascendió junto a Milagrosa, puso el dedo sobre Els Furs, la Biblia, la Constitución y el Estatut, y como si fuera una excrecencia biológica de esta pila de tratados, juró. Su verbo causó la curvatura del espacio y el tiempo y el hemiciclo pudo experimentar la gravedad. Tomada posesión, Camps habló de emoción y devoción, se proclamó enamorado de todo tal cual es y está, ofrendó glorias a España, pidió más agua para el botijo, más dinero y más de todo, mostró su adoración por los municipios de interior, su admiración por las ciudades intermedias, su gozo con los municipios de litoral y su orgullo por las grandes ciudades. Acto seguido, el Cor de la Generalitat cantó en verso a ritmo de piano lo que Camps había dicho en prosa de carrerilla, y el Consell saliente se puso de potentíssim vibrant ressò para hacer méritos.

El nerviosismo de los que estaban en el bombo fue la tapa del día en el aperitivo servido bajo el ficus. Esteban González Pons era de los pocos que se podían permitir tener el móvil ayer por la tarde en silencio porque su suerte ya estaba echada. Otros pensaban renunciar al gimnasio por si sonaba la flauta. Mientras la incertidumbre devoraba a unos, otros zampaban chorizos y Camps concitaba una órbita de satélites insaciable.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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