Servicio de señoras
EN EL AEROPUERTO J.F.K., recién llegada de Los Ángeles, a la espera de que la maleta salga por el gusano mecánico, voy al servicio a entretenerme un poco. Hago pipí. Luego empiezo a pintarme para no tener esa cara de enferma que se pone en los viajes. Entra una señora inmensa y en bermudas. Lleva una maleta inmensa. La señora inmensa entra en uno de los váteres e intenta meter la maleta con ella. Yo la miro al tresbolillo por el espejo. A pesar de que empuja el maletón con todas sus fuerzas, no hay manera. Las dos no caben. La señora inmensa repara en mí. "¿Puede cuidarme la maleta?". Más que preguntármelo lo exige, con ese aire mandón de algunas neoyorquinas. En realidad está diciendo: cuide la maleta. Yo le digo, vale, y me sigo pintando porque considero que pintarse y cuidar una maleta en un servicio de señoras casi vacío son actividades compatibles. Entonces la individua se desespera, hace el gesto de impaciencia que se les dedica a los tontos y me dice que no, que tengo que dejar el estuche de la Señorita Pepis y dedicarme por completo a la custodia de su equipaje. Me ordena que me ponga al otro lado del cuartillo al que ella se va a meter, y me pone la mano en el asa de su equipaje. Las personas autoritarias siempre encuentran a un imbécil que se ponga a su servicio. El autoritarismo, en este caso, se une a otra característica muy extendida en esta ciudad: la habilidad para ignorar al otro. La gente olvida, literalmente, que hay seres humanos en la mesa de al lado en un restaurante o en el metro, lo cual representa una situación golosa para los cazadores furtivos de historias. Sin ir más lejos, el pasado domingo, pegadas a mi mesa, una madre y su hija adolescente intentaban, infructuosamente, disfrutar de una comida familiar. La madre, con aire distante; la hija, con indisimulado nerviosismo. "Qué quieres", dice la madre. La hija se encoge de hombros y mueve el pie de tal manera que mi mesa vibra también. "¿A que te vas a pedir vino otra vez, mamá?", dice la niña con rabia. La madre hace un gesto de hartazgo. Llega el camarero. "Tomaré una copa de vino blanco", dice la madre. La hija rumia: "Lo sabía, lo sabía". No creo que a ninguna de las dos les afectara lo más mínimo que la señora de la mesa contigua, yo, se acabara de enterar de la afición alcohólica de la madre. No te ven. Ser invisible es maravilloso cuando uno quiere ser el diablo cojuelo y escuchar frases como la que escuché a un joven en Canter's, una cafetería de Los Ángeles: "Yo sólo quería", le decía a su novia, "llegar a casa, acostarme contigo, follarte y que durmiéramos juntos; pero tú no estabas por la labor, tú estabas a otra cosa". ¡Vaya! Me dejó tan impresionada que me levanté al servicio sólo para ver la cara de ella, que tenía una belleza colombiana y miraba al plato dejando caer lagrimones sobre el sándwich. Pero el don de la invisibilidad puede llegar a ser irritante cuando estás cuidando una maleta a una desconocida que te ha tomado de criada, y que, de la misma forma que los ricos saben ignorar a los criados que permanecen a su lado de pie mientras ellos cenan y hablan de intimidades, nuestra señora inmensa se ha puesto a la tarea de empujar el fruto de sus esfínteres hacia la tierra y lo hace sin el menor pudor, sin reprimir uno solo de esos sonidos que, según aseguran los científicos, casi siempre hacen su presencia en el aire tocando la nota re, que es la nota que con más frecuencia produce la madre naturaleza. Pues se ve que la señora está llena de aero-res porque lo que estoy escuchando es toda una sonata para una sola nota e interpretada por un solo instrumento de viento. Me da la risa, ahí, a lo tonto, y de pronto me veo en el espejo tapándome la boca para reprimirme porque reírse en soledad, le he leído a un psiquiatra, no es cosa propia de los cerebros en buen estado. Los que se ríen solos están locos. La risa siempre es gregaria, por eso la gente del cine sabe que una comedia nunca va a funcionar igual con el cine lleno que con el cine vacío. La risa contagiosa. A mi cabeza viene, cómo no, el viejo chiste tonto de la infancia: "Entre dos piedras feroces hay un hombre echando voces, ¿qué es?". El pedo. El tema favorito de los niños. La divina escatología que algunas mentes censoras han intentado suprimir de la literatura juvenil, pero que sigue ahí, cruzando generaciones y provocando la risa de las criaturas. El pedo también sigue vivo para los que conservamos algo de inocencia. El pedo cervantino, el pedo de Sancho Panza, o ese cinematográfico de Fellini, cuando saca a ese abuelo tan gracioso de Amarcord apoyándose en la mesa después de la comida para aliviarse. Ahí estoy yo, volviendo a los ocho años de mi vida, en la ajenidad de un aeropuerto, riéndome como loca de los pedos de la inmensa señora que ahora, una vez que soltó toda la artillería ligera, amenaza con la pesada y se anima a sí misma con un "venga, venga, así...", como si su culo no fuera suyo y ella estuviera animándolo en semejante proeza. La proximidad me facilita escuchar el desenlace: la caída al vacío, el suspiro tremendo de alivio. Misión cumplida. Ahora vamos con la limpieza de la zona después de la batalla. Se oye el ruidazo de la cadena y sale la buena señora. Yo pongo cara como de "fíjese, no he oído nada". La señora inmensa me arrebata su maleta y desaparece la tía sin darme las gracias. Será guarra.
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