Un festín para el lector
Una novela de 1.200 páginas! ¿Un ladrillo, como vulgarmente se dice? ¡En modo alguno! El lector que se adentre en ella no tendrá deseos de soltarla. Una vez atrapado por la sucesión de cosas raras que acaecen a lo largo del libro -en el que la imaginación libérrima del autor se mezcla con el más feroz sarcasmo-, las seguirá hasta el final.
Como en el conocido cuento de Gógol en el que el héroe pierde su nariz, la Señora de El Pardo "de crueles comisuras y ojos vidriosos", sí, la Collares, se despierta un mal día, después de un duermevela plagado de pesadillas, con una lacerante sorpresa: el conducto natural para hacer pis -o "para ir a coger flores", como decían las Reverendas Madres Salesas con quienes se educó- no está en su lugar. ¡Ha desaparecido! Busca y se palpa una y otra vez, y no lo encuentra. Consternada, comunica la novedad, con los necesarios circunloquios, a su esposo, el Caudillo de España por la gracia de Dios. El Jefe del Estado encaja como puede el asunto y comparte su desolación. La propuesta de rezar al unísono el Santo Rosario ante el brazo incorrupto de santa Teresa no da resultado. A la señora le sigue faltando lo que no le debería faltar. Obligado a disimular de puertas afuera, el Caudillo asiste a una de las habituales cacerías en las que ejercita su puntería, con la ayuda servil de su séquito, sobre inocentes venados o cabras hispánicas, mientras se devana los sesos, aunque sin soltar prenda, para recabar la opinión de su médico de cabecera. Lo insólito del hecho le disuade de revelarle el achuchón de la pobre Carmen. Mejor explorar vías nuevas: diplomáticas, eclesiásticas o policiales, eso sí, con la mayor reserva.
Un retablo de maravillas en el que la sátira se entrevera con la reflexión sobre las raíces que alimentaron el franquismo
Mas los males nunca vienen solos. Tras la desaparición de eso, las cosas raras continúan. Cuando las cañerías se atascan porque el grifo no funciona, las paredes rezuman y se llenan de filtraciones. De súbito, el cuerpo de la Señora exuda y se humedece como una esponja. El mal olor invade el augusto dormitorio del Palacio. No hay más remedio que llamar a la pareja de fieles asturianas que se ocupan de los servicios de Lavandería y Lencería. Las domésticas van y vienen con viejas y nuevas prendas, colonias y desinfectantes, y el rumor de las cosas raras se extiende en círculos concéntricos a través de las devotas sirvientas de la Señora y del gaditano Ojitos, para quien la Primera Dama es casi una reencarnación de la Blanca Paloma de las procesiones del Rocío. "¡La Franca mea por toas partes, como er que súa!".
Informado del nuevo y terrible achuchón, el Caudillo decide poner al corriente de ello a Nicolás, el embajador en Lisboa y asiduo del doctor Salazar y de las cenas de Villa Giralda. La conversación de los dos hermanos no despeja las incógnitas que plantea el caso. El hermanísimo evoca la existencia de un médium, célebre por sus hallazgos y prodigios entre la nobleza y jerarcas de Estoril. Dionisio, tal es su nombre, parece obrar milagros y hacer que lo desaparecido reaparezca. El Caudillo, más pragmático, prefiere la vía policial y convoca para ello a su lejano pariente, el coronel Salgado Araujo. Un telegrama cifrado de Nicolás, de vuelta a Lisboa, les pone no obstante sobre la pista: "Dionisio consultado asegura que lo perdido se encontrará envuelto en faralaes". ¿Faralaes? ¿Dónde mejor encontrarlos sino en la Feria de Sevilla que justamente se celebra en aquellas fechas?
Salgado Araujo, con su fiel teniente Gelmírez -quien, en la infausta noche de autos, estaba de guardia en El Pardo y vio entrar, con todos sus permisos y acreditaciones, a un individuo peludo como un moño de araña- viajan a la capital andaluza, en donde la cosa rara es ya objeto de coplas soeces en los tablaos flamencos de la feria, especialmente en el más lucido y prestigioso de ellos: el del varón Esmeralda, "el notorio invertido" que, según el aparte de los Servicios Especiales, figura en el fichero de confidentes de la policía.
A partir de ahí, la trama se ramifica: aparecen el Marqués de Alburquerque y su adorado mozo de Dos Hermanas, el mundillo de nobles y plebeyos de la caseta de Esmeralda. En suma, la sucesión de cabos sueltos que el azar o el hábil titiritero que maneja los hilos de la trama se encarga de trenzar y destrenzar o, en palabras de Antonio Pérez-Ramos, "las bifurcaciones y bifurcaciones del tiempo en el arcón de los mundos posibles".
¿Cómo enfrentarse a tal sucesión de dislates sin perder la razón? El coronel Salgado Araujo y el teniente Gelmírez, obligados por el amo de El Pardo a resolver de un modo u otro aquella retahíla de cosas raras, tienen la impresión de representar el guión de una obra imaginada por un loco: un mundo de hechicería en el que lo real y fantástico se entrecruzan a costa suya. Y en este instante en el que cobran conciencia, anonadados, de que lo inverosímil es real y lo real inverosímil, Gógol cede paso a Cervantes. Mientras Salgado Araujo y el teniente Gelmírez descubren la verdad de su triste papel en la farsa miserable del Régimen, el destino les conduce a ese territorio de La Mancha en el que el Caballero Loco ve y no ve, oye y no oye, sin saber que el capítulo de la novela que les contiene acaba allí o ha comenzado el siguiente. Su diálogo es el de don Quijote y Sancho.
Una vez capturado el individuo hirsuto del moño, enlace entre Ojitos y Esmeralda, el regreso de los dos mílites al Pardo con la presa buscada de quien despejó a la Señora de lo suyo no puede cerrarse con el clásico "Misión cumplida". Su universo de paticojas certidumbres se ha venido abajo. Poco importa que la Marquesa de Huétor de Santillán entre en contacto -a través de Laureano López Rodó, el Enamorado de Jesucristo, a quien llama cariñosamente Laura- con el Preste Maño y organicen, tras una serie de sabrosos conciliábulos, un Santo Rosario con la flor y el requesón de los más fieles e influyentes en las cosas de este mundo y del otro. Los sueños simultáneos y coincidentes de los dos mílites con los del Marqués de Alburquerque y Esmeralda les convencen de la existencia de un autor que les crea y maneja, hace aparecer lo desaparecido y les lleva al punto de partida del relato. El delincuente del moño, atado de pies y manos en el furgón, se disgregará como ceniza en su saco a la llegada a la enfermería de Palacio y la Primera Dama recobrará al punto el conducto natural del pis. ¡Allí no ha ocurrido nada! Todo han sido chácharas de portera y, para acabar con ellas, el Caudillo, Centinela de Occidente, enviará a Fernando Poo, al Sáhara o las Chafarinas al devoto y abnegado personal de Lavandería y Lencería. La paz reinará de nuevo hasta el día infausto en el que, por ley fatal del tiempo, el timonel que salvó a España de la masonería y el comunismo deje de marcar con firmeza el rumbo salvífico. Los genios juguetones o duendes de El Pardo -esos Tancredi y Florinda de Torquato Tasso- y el fantasma errante de don Francisco de Asís de Borbón evocado por Valle-Inclán, podrán entonces echar una siesta. El laberinto de bifurcaciones del relato se transforma en un bien diseñado círculo.
Con un lenguaje rico, manejado con maestría, Antonio Pérez-Ramos monta un retablo de maravillas en el que la sátira corrosiva se entrevera con una reflexión histórica sobre las raíces sociales e ideológicas que alimentaron el franquismo: las de nuestra aún lozana tradición nacional católica. ¿Novela desmesurada? También lo son Paradiso, Terra nostra, Noticias del Imperio y, más cerca de nosotros, En esa ciudad de Javier Pastor. En cualquier caso, Gógol en el Palacio de El Pardo es un auténtico regalo para el amante de la literatura, sobre todo si goza de sentido del humor.
Gógol en el Palacio de El Pardo. Antonio Pérez-Ramos. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2007. 1.211 páginas. 29,90 euros.
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