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Columna
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El arte del cocido

Quien como yo no es en gastronomía más que un usuario, pocos argumentos tiene para el elogio o la crítica de la buena mesa, como no sean los que el puro placer dicta y su propio paladar le confirma. Pero ahora, que la presencia de Ferran Adrià en la Documenta de Kassel ha suscitado la polémica sobre el arte de la cocina, lo que sí he echado en falta en mi magín cultural es un mayor interés por la historia de las ollas, contenida en no pocos libros, para ver si acierto a entender, no que la cocina forme parte de nuestra cultura, que es algo muy evidente, y si no que se le pregunte a Don Quijote, sino si ha de rivalizar sin problemas con otras artes y si sus grados de creación son comparables a las indiscutibles expresiones artísticas.

Hemos pasado de esa España del chorizo y la morcilla a la España de la tortilla deconstruida

Pero la verdad es que mi admiración por los grandes cocineros no necesita para agrandarse que su obra sea reconocida como arte o no. A la vista de muchas intervenciones elogiadas por la crítica como aciertos artísticos, en las que uno no sólo no llega a reconocer arte alguno, sino que apenas reconoce algo, he dejado de hacerme la pregunta de si esto o aquello es o no arte. Tampoco sé qué puede ganar la gastronomía con la consideración de obra artística. En todo caso, si sus creadores se satisfacen con eso no creo que estén a expensas de dictamen alguno de tratadistas de estética en un territorio tan libérrimo como el del arte. Y no se puede decir que al arte de la cocina le falte tradición. Lo que le sucede, a diferencia de las artes plásticas, por ejemplo, es que éstas poseen una tradición prestigiosa mientras que la del arte del condumio, al menos en España, es una tradición garbancera, es decir, popular.

Y pensaba en eso cuando oí comparar a Ferran Adrià en lo suyo con Picasso, y sentí la tentación de reconocer en mi abuela a una artista por sus creativos potajes, pero advertí enseguida la diferencia. Lo de mi abuela es sólo comparable a la tarea de los artesanos, gente creativa de modesto oficio. Que es quizá lo que le pase a los mejores artífices del cocido madrileño, aunque no creo que los que mejor lo logran sean meros copistas y puede que en la manera de concebirlo dentro de la tradición, sean algunos de ellos, con sus personales aportaciones, verdaderos creadores. También lo son algunos intérpretes de la copla popular y ya se sabe lo que uno de los Machado decía de la copla: "Mientras no las canta el pueblo / las coplas, coplas no son / y cuando el pueblo las canta / ya nadie sabe su autor".

El cocido es puro pueblo. Eso ha hecho que le falte glamour, que se le asocie al casticismo que hasta lo ha convertido en emblema de galardones costumbristas, y que a veces aparezca como un vínculo inexorable a la España de la caspa. Y como aquí hemos pasado de esa España del chorizo y la morcilla a la España exquisita y cosmopaleta de la tortilla deconstruida es posible que yo ignore que también el cocido haya podido ser sometido a deconstrucciones renovadoras por parte de algún creador culinario madrileño. La reducción del cocido a garbanzo y medio y espuma de morcilla con aroma de chorizo tal vez lo convierta en un plato tan sublime como digerible en comidas de ejecutivos sin necesidad de dedicar una tarde a su digestión.

Pero a este Madrid, que tanto observa a la Cataluña empeñada en la modernidad para tratar de que algo se le pegue, y que no duda en importar catalanes que nos modernicen, tal vez le falte un Ferran Adrià. O puede que baste con que el alcalde o la presidenta seduzcan al genio, como han hecho en otros casos, para que invente un guiso de osa con salsa de madroño o transforme los callos a la madrileña en una suave textura de pellejo. Esa iniciativa podría ser el principio de otras: la apertura de un museo del arte culinario y hasta la creación de un premio de las artes que podrían llevar el nombre de Ferran Adrià.

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