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Columna
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El día de Correos

Se me tambalea el viejo teorema de que nada se crea ni se destruye, sino que se transforma. Nacen nuevas cosas de continuo y a un ritmo parecido y misterioso desaparecen otras para siempre. Sólo las viejas películas mantienen la apariencia de modas y modales que hace tiempo se esfumaron y que algunos alcanzamos a vivir. Los sombreros masculinos, las apasionadas versiones de la misma prenda para las señoras, obsesión para estrenar en bodas y eventos sociales, la uniformidad unisex de los pantalones y el abandono de los zapatos de altos tacones entre la juventud. Antaño, una muchacha de 15 abriles se mantenía airosa sobre 13 centímetros de tacón y hoy, si no presta permanente atención, puede fracturarse un tobillo al venirse abajo desde una plataforma que parece peana exclusiva entre las drag queens.

El pasado se descascarilla y sorprende a las nuevas generaciones como si jamás hubiera existido
Observo el final del servicio de Correos, que se va deshaciendo como un azucarillo en el té caliente

Observo, con impotente melancolía, el final del servicio de Correos, que se va deshaciendo como un azucarillo en el té caliente. Los madrileños lo notarán más, cuando esté instalado el Ayuntamiento en la plaza de Cibeles y la tarta arquitectónica, entrañablemente conocida como Nuestra Señora de las Comunicaciones, haya encontrado tareas burocráticas distintas de las del cometido canónico de la catedral de las relaciones postales. El pasado -siempre ocurrió- va descascarillándose y sorprende a las nuevas generaciones su ausencia, tanto como si jamás hubiera existido.

Las instituciones burocráticas son las víctimas propiciatorias. Disfrutamos de nuevas denominaciones que amparan centenares, millares de empleos cuya necesidad siempre cabe poner en duda: comisiones, agencias, comités, delegaciones, áreas, servicios incrustados en los presupuestos que -no lo olvidemos- no tienen más que una sola y exclusiva fuente: el impuesto, la exacción del ciudadano. Hemos oído que se piensa especular, con todas las garantías posibles, no faltaba más, con parte de la masa patrimonial de la Seguridad Social, porque los recursos flaquean. De una parte, crece como la espuma la afluencia de afiliados a la Seguridad Social, como efecto de la desbordante inmigración, pero también son automáticas e ineludibles las prestaciones de quienes estrenan su condición de cotizantes.

El organigrama de la Administración se ha complicado hasta límites desesperantes. Mucha gente, hace 30 o más años, se preguntaba por el de traza esotérica que tenía la mágica ecuación "P3", "P5", "P6" y así, sucesivamente. ¿Qué concepto mágico se escondía tras la letra y el guarismo? Como en la mayoría de las grandes cosas, la explicación no podía ser más simple: para organizar una metodología moderna y nueva, eso quería decir: "PAPEL TRES", "PAPEL CINCO" y la nominación que pudiera precisarse. O sea, un gran descubrimiento de la burocracia fue el de llamar papel a los papeles. Así no cabían dudas.

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Mientras, sigilosamente, fueron desapareciendo covachuelas, que arrastraron funciones y funcionarios. No sé si hoy sobrevive la pomposa Dirección General de los Registros y el Notariado, en cuya sección de Últimas Voluntades parece que trabajó aquel señor de las verrugas que llegó a presidente de la República. Durante los primeros largos años del régimen franquista, algo tan importante como la Sanidad estuvo contenido en una simple Dirección General.

La función crea el órgano y eso parece que sigue vigente, pero el servicio de Correos, que fue orgullo en su ramo, se nos desmorona, sin que parezca importar seriamente a nadie. Desde hace años se perpetra la incesante subida, céntimo a céntimo, de los sellos, lo que producía fastidio y desconcierto entre la gente previsora, que se proveía de las tiras de timbres con un valor facial que apenas uno o dos años a lo sumo, quedaba escaso, lo que podía producir la devolución del documento que habíamos confiado a la Posta. Se devolvía pocas veces, pero no dejaba de ser una chinchorrería molesta completar la tasa con fracciones tan reducidas. Desde hace unos meses, al menos en el lugar donde me hallo, no es posible ya escribir una carta, franquearla y confiar al buzón más cercano, porque se ha decidido no imprimir más estampillas fraccionarias y es preciso personarse en la oficina, donde el funcionario aplica la impronta complementaria. Sin hablar de la proliferación de mensajerías y la imparable subida de la comunicación electrónica. ¿Llegamos al fin de Correos?

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