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Reportaje:ARTE

La baronesa busca pedestal

La colección de arte que Tita Cervera ayudó a traer ha sido su trampolín social

Carmen Thyssen vive un momento dulce. A los 64 años es madre nuevamente. El año pasado adoptó a unas mellizas recién nacidas. Y su persona despierta un interés mediático casi tan abrumador como el que suscitó en tiempos de la compra de la colección de arte de su marido, Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza, en junio de 1993. Con una importante diferencia. Entonces, Tita Cervera era la esposa del barón -"la flor más hermosa de España", como la definió él mismo-. Y aunque su intervención fue saludada por todos como el impulso decisivo para traer a España las codiciadas pinturas, ella aparecía siempre en un discreto segundo plano, un paso por detrás del barón. Era simplemente Tita Cervera, Miss España en 1961, con dos bodas sonadas a sus espaldas, un hijo de padre nunca identificado y una poco brillante carrera de actriz. Ahora, esa Tita ha desaparecido para dar paso a la baronesa Thyssen, la patrona más conocida del museo del mismo nombre, y una dura negociadora en la operación de venta al Estado español de su colección de arte internacional, que prestó al Thyssen hasta 2011. En este nuevo estatus de prestigio y poder, casi toda la prensa la trata como a una reputada coleccionista, y los políticos de todos los colores la cortejan para fotografiarse a su lado y para poner a sus pies palacios, planes museísticos y cheques en blanco para la apertura de nuevos museos.

"Lo fundamental de la colección de Tita son dos centenares de cuadros", dice un antiguo colaborador
Al morir Heini, en 2002, la baronesa se sentía, en materia artística, casi su reencarnación
Su ilusión es que entre los cuadros que adquiera el Estado haya unos 70 de artistas españoles
"Yo no mando en el Thyssen. Pero nunca he faltado a una reunión", dice la baronesa

Y es que mientras se apagaba su querido Heini, 22 años mayor que ella y con la salud minada por una vida de excesos, se iba produciendo una especie de transfiguración en Tita. Como si una parte de la identidad del que fuera uno de los mayores coleccionistas mundiales de arte hubiera transmigrado hacia la baronesa. Y a su muerte, en la primavera de 2002, a los 81 años, ella se sentía, en materia artística, casi una reencarnación del barón. Cada vez más reafirmada en sus gustos y en su formación autodidacta. "Me ha costado mucho pero, gracias a mi marido, ahora puedo decir que ya entiendo el arte", afirma en una entrevista telefónica. Con esa convicción, la baronesa ha seguido añadiendo cuadros a la lista de los que le compró Heini -a la que se sumaron los heredados a su muerte-, y ya posee más de mil obras.

"El verdadero coleccionista lo que hace es comprar cuadros para que no se pierdan. Los restauras, los limpias, pones su ficha, hecha por el mejor especialista, y entonces el cuadro vive", afirma. Ella ha rescatado tantas obras que ahora necesita espacios estables donde exhibirlas. Y le llueven las ofertas. En su agenda se amontonan las citas con mandatarios de todo el país, encantados de acogerlas en sus ciudades. "Todo el mundo la reclama, le piden cuadros y le proponen museos y fundaciones. Eso reafirma su creencia en que todo lo vinculado a ella está destinado a triunfar", dice Tomàs Llorens, ex director del Reina Sofía y conservador jefe del Thyssen desde su creación hasta 2004.

Su amiga Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, le ofrece el palacio de Goyeneche, en Nuevo Baztán -una pequeña localidad cerca de Madrid-, para montar un centro de arte moderno, apoyado por una fundación ad hoc que otorgaría becas a los artistas, no se sabe muy bien con qué dinero. Málaga y Sevilla se disputan sus cuadros, que ella ha dividido salomónicamente entre pintura española (Málaga) y andaluza (Sevilla). La pintura catalana se instalará en Sant Feliú de Guixols. "El nombre Thyssen va a ser una franquicia. Y la verdad es que lo fundamental de la colección de la baronesa son dos centenares de cuadros", se queja una persona que vivió de cerca la ascensión de Tita.

Esas doscientas pinturas serían, precisamente, las que cuelgan de las paredes de las 16 salas del Museo Thyssen, que se amplió en 2004 para albergar el préstamo de la baronesa. Las obras por las que el Ministerio de Cultura ofrece una cantidad no revelada. "Las negociaciones se iniciaron el otoño pasado y están muy verdes", admite una fuente de la parte estatal. Se sabe que ha habido dos tasaciones, una encargada por Cultura y otra por la baronesa, y que la diferencia de valoración es abismal. "De eso no hablo", tercia la baronesa, convencida de que sus cuadros son un tesoro. "Los expertos me han dicho que es una colección única". El ministerio no suelta prenda, pero se reafirma en su oferta considerando que no pueden valorarse igual como parte de un conjunto que como piezas individuales. Sin olvidar que, para el Gobierno, la del barón es la "gran colección", y la de ella es "muy interesante".

"Lo que exhibe dentro del museo es perfectamente digno de ser incorporado al Thyssen", opina Llorens. Entre otras cosas, porque la mayoría son pinturas compradas por el barón, que amplían la oferta impresionista, uno de los puntos fuertes del Thyssen. "Hay cuadros estrella como La esclusa, de Constable, que es uno de los seis o siete cuadros más importantes del museo, o como el Mata Mua, de Gauguin". Otra cosa son los zuloagas, sorollas, gutiérrez solana o los de José Amat (pintor catalán que murió en los años noventa) de la baronesa que se apilan en un depósito, y que están destinados a llenar cuatro nuevos museos. En Cultura nadie parece preocupado por estos proyectos expansivos con la marca Thyssen, aunque pueden entrañar algún riesgo de confusión. "El Thyssen-Bornemizsa no es la colección de Carmen Thyssen. Son dos nombres, cada uno con un sello bien diferenciable, que los visitantes deberían tener claro", precisa un portavoz.

Tan diferentes como la biografía de sus creadores. El barón, nacido en Holanda, en 1921, y afincado en Suiza, era hijo de una noble húngara y de un industrial alemán, del que había heredado fábricas de maquinaria pesada y una colección de pintura antigua de más de 500 cuadros. Con fama de playboy, capaz de llegar a los consejos de administración de sus empresas en su jet privado desde el escenario de la última fiesta, su pasión por la pintura le llevó a engrosar la colección con otros 500 lienzos, la mayoría de artistas modernos. Como playboy, fue un fiasco, burlado por sus cuatro primeras esposas, según confesión propia; pero como coleccionista autodidacta y un poco supersticioso -acostumbraba a consultar el tarot antes de pujar en las subastas-, fue una lumbrera.

La baronesa, una catalana de clase media, ex Miss España, se había hecho famosa gracias a su matrimonio con el actor Lex Barker, en 1965. A la muerte de Barker, ocho años después, Tita era una joven belleza con la cuenta corriente saneada. Hasta que apareció en su vida otro actor, Espartaco Santoni, que estuvo a punto de arruinarla. Tita hizo sus pinitos en el cine de destape e intentó recobrarse del golpe en los ambientes de la jet internacional. El encuentro con el barón, en Cerdeña, la primavera de 1982, fue providencial. Ella estaba sola y era madre de un niño de dos años, Borja. Él se acababa de separar de su cuarta esposa, la brasileña Denise Shorto. La pareja cuajó de inmediato, y hubo boda en agosto de 1985. El pequeño Borja pasó a ser hijo del barón.

Llorens, que asesoró durante más de una década a los barones en algunas de sus compras de arte, recuerda la desconfianza de él -"como buen rico"- y la creciente autosuficiencia de ella. "Él era un gran amante de la pintura, y su colección era la obra de su vida". Una pasión que le llevó a adquirir hasta cien cuadros en un año. "En los cincuenta y sesenta era uno de los mayores compradores. Nunca pagó más de un millón de dólares por una obra", añade Llorens.

La baronesa parece mucho menos pródiga. Sobre todo porque los sorollas y zuloagas, en precios de mercado, están a años luz de las obras que compró su marido. "Son cuadros que han tenido un éxito impresionante en todas las exposiciones", se defiende ella. Por eso le ilusiona que entre los que adquiera el Estado se incluyan unos setenta de este lote. En el museo ya le han encontrado hueco en tres salas un poco apartadas. Porque Carmen manda mucho en el Thyssen. No hay más que ver cómo se mueve por el palacio de Villahermosa. Y la expectación que despierta.

El lunes pasado, en la inauguración de la exposición de los últimos cuadros de Van Gogh, Tita se presentó con la ministra de Cultura, Carmen Calvo, pero los periodistas e invitados sólo tenían ojos para ella. Para sus altísimas sandalias plateadas, su peinado casero, sus llamativos pendientes y su bolsito, que dejaba entrever un paquete de cigarrillos.

¿Es ella la que manda en el museo? "No, no", protesta la baronesa. "Manda la fundación; lo que sí es cierto es que soy vicepresidenta vitalicia. Y luego está la presidenta, que es la ministra de Cultura. Pero soy la única que no ha faltado nunca a ninguna de las reuniones. Los demás han faltado todos. Alguna vez no ha habido quórum".

Es cierto que el Thyssen está regido por la Fundación Colección Thyssen-Bornemisza, dirigida por un patronato de 12 personas: ocho por parte del Estado (cuatro de ellas cargos institucionales) y cuatro por parte de la familia. La presidencia es siempre del titular de Cultura, y la vicepresidencia vitalicia la ostenta la baronesa. Por eso, mientras los restantes patronos llegan y pasan, ya sean ministros, subsecretarios, personalidades de relieve o los hijos del barón -primero, Georg Heinrich, el mayor; luego, Francesca, la única hija-, Tita permanece. Y Tita decide en todo lo que puede. "Sólo en las cosas en las que no queremos desagradarla, como la presentación del museo, o de la tienda", dice una fuente del centro. En 2004, sin embargo, la opinión de la baronesa fue decisiva en la elección del nuevo conservador del museo, Guillermo Solana, en sustitución de Tomàs Llorens.

"Hay que comprender que la baronesa ha contribuido de una manera muy importante a que la colección Thyssen se quedara en España. Se merece todas las medallas que le han puesto", dice Miguel Satrústegui, que intervino en aquellas negociaciones en su calidad de subsecretario del Ministerio de Cultura.

Es cierto que Tita desplegó todas sus dotes de seducción para convencer al barón de las ventajas de España. Pero, además del patriotismo, a Tita le impulsaba un lógico interés personal. Porque en la supervisión y cuidado de la colección, la baronesa había intuido una nueva misión, y un nuevo papel social en su país, de enorme envergadura. En Londres o París, la colección se hubiera despegado inevitablemente de ella. Pese a su aplomo de mujer de mundo que domina varios idiomas, Tita hubiera tenido más cerca el aliento de los cuatro hijos del barón, especialmente el de Francesca, aspirante a mecenas y a gran sacerdotisa del arte. Aquí está en su país, y en el palacio de Villahermosa se siente como en casa. Y su apellido "tan internacional" la convierte en una apuesta segura para centros de arte y nuevos museos. Por eso, de la última operación, que concluirá con la fusión en un todo de su colección y la del barón a mayor gloria del Museo Thyssen, Tita espera recibir algo más que un cheque sustancioso. Espera, quizá, que se la coloque definitivamente en su pedestal.

Tita Cervera, en el palacio de Villahermosa, junto a una de sus últimas adquisiciones.
Tita Cervera, en el palacio de Villahermosa, junto a una de sus últimas adquisiciones.

Aquella maravillosa negociación

"ME ENCONTRÉ A LA BARONESA en una cena, en la que nos entregaron unos premios [el Naranja y Limón, en su edición de marzo de 1987], y me dijo: 'Tendría interés en hablar contigo porque habría una posibilidad de instalar en España la colección de arte del barón". Así comenzó, recuerda Javier Solana -entonces ministro de Cultura y hoy responsable de Política Exterior de la UE-, la larga y exitosa negociación entre los Thyssen y el Estado español para adquirir la colección de arte del magnate. Luego recibió una visita del duque de Badajoz, que actuó como nexo clave entre las partes, y le presentó al presidente del Gobierno, Felipe González, las líneas maestras de la que podía ser la mayor operación artística emprendida por el Estado español. Un año después, Solana firmaba con Heinrich Thyssen un acuerdo de préstamo de la colección por nueve años y medio, a cambio de un alquiler de cinco millones de dólares anuales, y en junio de 1993, ya inaugurado el Museo Thyssen, Jordi Solé Tura, sucesor de Solana, consumaba la compra por un precio de 350 millones de dólares. La colección tenía muchos novios, pero las condiciones que presentó España eran imbatibles.

Frente a alemanes o británicos, japoneses o norteamericanos, Cultura ofreció la mejor sede posible: un palacio del siglo XVIII a un paso del Museo del Prado. Y frente a la Fundación Getty, que ofrecía una suma más próxima al valor real de la colección (asegurada en 1.500 millones de dólares), España se comprometía a preservar el nombre del barón.

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