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Columna
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Vivienda digna y política indigna

Un reciente manifiesto firmado por distintas entidades y personalidades vascas exige que las viviendas dejen de ser "mercancía", pero no aclara de dónde saldrá el dinero para construirlas después. Claro que, a lo mejor, gracias a esa solemne declaración, ya no hará falta dinero. ¿O sí? Por desgracia, el documento no aclara este extremo; apenas reproduce el estribillo habitual, que busca borrar de un plumazo los problemas del mundo y que nunca ha hecho otra cosa que no sea agravarlos: aumentar el poder de los políticos, limitar los derechos de la ciudadanía y confiscar la propiedad privada. No obstante, sorprende que esta vez los firmantes del documento lleguen al punto de abrazar la fase preliminar de una sociedad totalitaria: quieren controlar las viviendas vacías e incluso limitar "los niveles de endeudamiento de la ciudadanía, para evitar riesgos de crisis económicas y sociales". Es decir, consideran que la mayoría de la gente es absolutamente idiota e incapaz de velar por sus propios intereses, lo cual les lleva al extremo de anular su libre capacidad contractual, como si hiciera falta el permiso de estos individuos para asumir una obligación civil. Mao Zedong lo hizo distinto, pero no lo hizo peor.

La izquierda más radical se caracteriza por su odio a la prosperidad que generan las economías de mercado. Son incapaces de mencionar un modelo más próspero que aquel en el que viven, pero prefieren retratarlo como si fuera un infierno. Siempre me ha llamado la atención que las ideologías materialistas, desde el marxismo hasta la teología de la liberación, detesten la prosperidad material. No odian la pobreza: es la desigualdad lo que les resulta intolerable, por más que en nuestras desiguales sociedades nadie conozca el hambre. Para la izquierda radical es más aceptable una sociedad agrícola azotada por periódicas hambrunas que una pujante ciudad norteamericana llena de supermercados. Y es que en Norteamérica suceden cosas irritantes: por ejemplo que la gente es responsable de sus actos y que, con algo de suerte, la laboriosidad se puede ver recompensada (después de impuestos).

Desde la dictadura de Primo de Rivera, los problemas de la vivienda en el Estado español proceden de la imposición de medidas intervencionistas: legislación de arrendamientos patológicamente protectora del inquilino; corrupción generalizada en los niveles político y técnico del poder; financiación municipal a través de la gestión del suelo; estúpida prohibición de habitabilidad de lonjas y edificios industriales; acoso fiscal al beneficio en otras inversiones, de modo que el dinero emigra al mercado inmobiliario; y fraude masivo y enriquecimiento ilegítimo entre los agraciados en las rifas públicas de vivienda protegida. Estos son sólo (sólo) seis ejemplos de políticas presuntamente progresistas que explican en parte los exorbitantes precios de la vivienda o la ausencia de oferta de alquileres. Al leer esta clase de manifiestos, la ingenuidad de poetas o la patética ignorancia de cristianos trastornados puede ser piadosamente perdonada, pero la instrumentalización de esas conciencias, albinas más que albas, por ideólogos consagrados a la aniquilación de las libertades individuales sí debe ser denunciada, a la vista de una opinión pública conformista, que acepta de forma acrítica unas propuestas no por repetidas menos irresponsables.

La vivienda no debe ser mercancía, la sanidad no debe ser mercancía, la educación no debe ser mercancía, la alimentación no debe ser mercancía, el ocio no debe ser mercancía, la cultura no debe ser mercancía. Lo que habría que preguntar a los defensores de ese mantra hipnotizante es por qué extraña razón en las sociedades donde ni la vivienda, ni la sanidad, ni la educación, ni la alimentación, ni el ocio, ni la cultura son mercancías, hay más chabolas, más enfermedades, más incultura, más hambre y más explotación que en las sociedades donde bienes y servicios se compran y se venden libremente. Porque toda esa gente a la que ahora pretenden negar hasta la libertad de contratar tiene derecho a saber quiénes son sus bienhechores y, sobre todo, de qué barrizales de la historia sacan sus ocurrencias.

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