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Columna
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El 'puticlub'

Era un tipo educado. Un hombre culto, elegante y refinado. Tanto, que supeditaba sus vacaciones al calendario de los grandes coliseos operísticos del mundo. Nadaba en la calle de al lado en un polideportivo municipal en el que coincidíamos cada mañana en cuanto abrían la piscina. Un día le pregunté en qué trabajaba, imaginándole marchante de cuadros o tal vez propietario de un negocio de alta joyería. "Tengo un local de chicas", me dijo. "¿Un puticlub?", le inquirí sorprendido. Resultó ser el dueño del más afamado y selecto garito de putas de Madrid. Un lugar por el que desfilaba, y aún creo que desfila, la crème de los puteros de todo el país. Aquel compañero de nado me explicó que en su local no había sexo ni drogas; sólo mujeres guapas que inducían a sus clientes a beber unas copas. En lo que hicieran fuera -aseguró- él no entraba. Estudié al personaje tratando de averiguar cómo convivía con los principios éticos un tipo de su formación. Me lo explicó la mañana en que me dijo que putas hubo y habrá siempre, y que al menos en su negocio eran personas y no permitía que las explotaran los chulos ni corrían los riesgos de la calle o la Casa de Campo.

Me explicó que en su local no había sexo ni drogas, solo mujeres guapas que inducían a sus clientes a beber copas

Recordé su lógica el día en que el Congreso de los Diputados pidió al Gobierno que extreme la vigilancia en los clubes donde se ejerce la prostitución. Mal que le pese a los empresarios del sector, es necesario investigar más estos locales, muchos de los cuales son administrados por redes internacionales de prostitución donde las mujeres son explotadas en régimen de esclavitud. Ése parece ser el caso de los garitos levantados no hace mucho en la provincia de Almería, donde la policía detuvo a medio centenar de personas. Lo cierto es que las mafias extranjeras y unos cuantos oriundos tienen montado un tinglado que no será fácil de desmantelar. No al menos mientras la prostitución permanezca sin regular y en ese limbo hipócrita en el que ni se prohíbe ni se legaliza.

Situación nefasta en la que continuará gracias al acuerdo alcanzado en el Congreso por los principales partidos. Unos, por mojigatería; otros, por ese feminismo naïf igualmente gazmoño, lo cierto es que el PSOE, el PP y los partidos nacionalistas acordaron dejar las cosas como están, es decir, en la oscuridad. Se trata del mejor de los posibles para chulos, proxenetas, mafiosos y explotadores, y el peor para las prostitutas a las que supuestamente pretenden ayudar y proteger. Reclaman para ellas todas esas cosas que queda estupendo decirlas pero que suelen quedarse en nada: sensibilización social, persecución policial y apoyo a las víctimas, unas víctimas que nadie controla porque el negocio oficialmente ni siquiera existe. Eso al margen de "promover campañas para reducir la demanda". Este último toque de candidez, de no resultar patético, sería para troncharse. Madrid es el mejor ejemplo del disparate. Aquí, la concejal Ana Botella puso en marcha en 2004 un ingenuo plan contra la explotación sexual que focalizaba el campo de pruebas en la "emputecida" calle de la Montera. Tres años después, y con una legión de policías municipales tostando la calle, allí hay más putas que nunca. Los agentes pueden pedir la documentación a las chicas, pero nunca evitar que sigan mostrando sus encantos, porque la ley no lo prohíbe.

En España se calcula que hay 350.000 mujeres ejerciendo la prostitución sin asistirles derecho alguno. Son cifras de la patronal de los clubes de alterne, cuyos miembros dicen cumplir con sus obligaciones económicas y trabajar dentro de la legalidad. Estos empresarios no son precisamente mis héroes, pero tienen razón cuando califican de "cobardía política" el no abordar la normalización de una actividad antigua como la humanidad y que, nos guste o no, seguirá existiendo hasta un segundo antes del apocalipsis. En esta sociedad hay muchas maneras de prostituirse y, por lo que llevo visto, la de vender el cuerpo es sólo la que tiene peor fama, no la más indecente ni la más nociva. Regularizar esa actividad que, por cierto, no sólo practican mujeres, permitiría al menos un elemental control indispensable para aplicar medidas sociales, sanitarias y de seguridad en tan enfangado campo. Algo que, además de evitar el espectáculo en las calles, dignifique un poco las condiciones de esa gente y les ofrezca de verdad oportunidades de cambiar de vida.

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