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Columna
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Sub 16

Esta semana tampoco ha faltado a la cita un Día Internacional de los horrores, ahora dedicado al trabajo infantil. Fue el martes, concretamente, y en torno a esta "conmemoración" hemos podido conocer cifras en verdad gigantescas, como esos 132 millones de criaturas de entre 5 y 14 años que doblan el espinazo cada día para ganarse el jornal en surcos ajenos. Por no decir de las que bajan a la mina, suben al andamio, son vendidas para fabricar ladrillos, empuñan un arma, limpian o se dejan violar por un cochino mendrugo. Tratábamos de digerir esta apocalíptica realidad en las páginas del periódico mientras la radio transmitía los motores que atronaban en un circuito de carreras; mientras el locutor describía la proeza de un niño centauro, más rápido que ninguno, que justamente ese día cumplía 16 años.

No es que trate de equiparar ambas situaciones: la del crío esclavizado en la caldera de un barco y la de la joven promesa convertido ya en niño patrocinado. Hay grandes diferencias, desde luego, porque el primero no tiene más opción, y lo hace para comer y dar de comer a su familia; y del segundo se supone que "ha elegido" correr, torear o interpretar en pos de la gloria, la fama y el dinero, en este caso también a cuenta de gananciales. El mundo de la interpretación y de los deportes está lleno de genios prematuros que, arrastrados por papá o mamá del artista, no acabaron precisamente bien. Al torerillo Jairo Miguel (14 años), un bicho de varias toneladas le arrasó las entrañas en México. Su padre le lleva allí desde hace dos años porque en España tendría que esperar hasta cumplir los 16, edad mínima laboral. El Juli, Dominguín y Espartaco también empezaron así, y parece que hay niños toreros desde los 9 o 10 años. Por aquí un campo de trabajo infantil tolerado y emergente es el de modelo de publicidad: los niños han sustituido a las mujeres como reclamo, según un estudio que acaba de presentar la Sociedad Española de Pediatría, con el riesgo de que acaben convertidos en diminutos "profesionales" que queman su infancia a 200 por hora. Volvamos pues a la velocidad: francamente, no sé qué pensar cuando veo a Fernando Alonso apareciéndose como un héroe ante mocosos de entre 8 y 12 años que ya hacen volar sus karts, y es evidente que en esto del motor empiezan cada vez más imberbes si quieren ser "una figura" a los 20. Tampoco sé si tiene algo que decir el fiscal o el Defensor del Menor cuando se alienta y empuja a los críos hacia actividades de altísimo riesgo donde de vez en cuando sobreviene la tragedia. Dicen que un "trallazo" en plena carrera descontroló y estampó contra un muro a Ethan Gillim, de Kentucky. Sólo había vivido 10 años. En Benicarló, otro niño de la misma edad acaba de perder la vida en el circuito de motocross. Se ha explicado que la víctima "amaba este deporte desde la cuna", que todo estaba en orden, que era un federado acompañado por familia y entrenador... que los críos también se ahogan en la piscina o son atropellados cuando pasean en bici... Son formas de ver las cosas.

Pero todos estos argumentos difícilmente podrán convencernos, a los poco amantes de las grandes velocidades sean infantiles o adultas, de que no hay mil deportes y actividades más adecuados para la etapa de crecimiento que cabalgar a lomos de potentes máquinas. Para la salud física y también el equilibrio psicológico, tan puesto a prueba por estas situaciones de tensión y extrema competitividad.

Por fortuna, poco a poco se empiezan a tener en cuenta estas consideraciones, y parece que una de las mayores preocupaciones de las familias que envían a sus hijos a los campamentos de verano es ya su seguridad. El gobierno pide a las comunidades autónomas que regulen los deportes de riesgo en estas colonias, ofrecidos a veces como un anzuelo que los pequeños tragan con facilidad: rafting, tirolina, escalada, rappel... La vida es peligrosa, por supuesto, pero muchos niños no saben verla así. Es de sus mayores de quienes cabría esperar no exactamente algodones que reblandezcan la crianza, pero sí un poco menos de egoísmo y un poco más de sentido común.

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