Contra la paridad
Conocida es mi querencia por el género femenino, y mil veces conté los motivos de esta cualidad, que es hereditaria y debo a mi padre: en el hotel familiar del Hotel Chao, al final de la guerra civil y en medio de ganaderos, canónigos y viajantes, no hacía sino machacarme con una adivinanza pueril: Gallego (así me llamaba, por haber estado varios años en Cuba), ¿sabes que los gallegos somos los más grandes del mundo? A ver, ¿cuál es la mejor actriz de teatro? María Casares, le contestaba, que ya me tenía adiestrado. ¿Y la meretriz más importante? (Creo que lo decía con menos finura). Le tenía que responder la Bella Otero. ¿Y el cabrón insuperable? Ahí boca cerrada, pues una contestación atinada le podía llevar a la cárcel. O sea, que las mujeres ganaban por tres a uno, y eso que aún quedaban Rosalía, Pardo Bazán y Concepción Arenal contra Valle-Inclán y Alvaro Cunqueiro.
Estoy diciendo sandeces. Uno no pide paridad, sino igualdad. Permítase a las mujeres una formación como a los hombres, y ellas ya se encargarán de ponerse en el lugar que se merecen.
Por esto soy muy sensible al asunto de la paridad. Ahora me cabrea que Sarkozy empiece por incumplir sus promesas preelectorales, chufándose de un gobierno en el que hay siete hembras y ocho machos (un poco más que en la Xunta), cuando para lograr una verdadera igualdad (teniendo en cuenta el porcentaje de hombres y mujeres en Francia), la proporción entre ellos tendría que haberse invertido por lo menos.
Si nuestros países acusan semejante retraso en materia de representación femenina, cuando se la compara con los países nórdicos, se debe en gran parte a que en su momento de mayor pujanza, en los años 70, el movimiento feminista no se preocupó de reivindicar el poder político. La lucha se estableció en términos de la libre disposición de su persona, el trabajo doméstico y la igualdad profesional (el salario femenino se sitúa entre siete y veintisiete veces por debajo del de los hombres), pero no alcanzó el terreno de la equivalencia parlamentaria o gubernativa.
Pero yo estoy en contra de esta ponderación. Porque no sólo se ha de calcular en números, sino en preocupaciones. ¿Quién piensa en la casa, en las comidas, en la organización de la jornada de los hijos? Se suele olvidar este componente especulativo, y nadie ignora que produce una fuerte sobrecarga cerebral. El hombre cumple jornadas de ocho horas y sanseacabó, mientras que la trabajadora se consume no solo en el tajo, sino también en actividades domésticas que durante siglos no correspondían al estatuto social de los hombres. Todavía en siglo XIX un marido (o amante) corría el riesgo de ser sancionado si lo pescaban fregando. Hoy en día puede entretenerse en la cocina haciendo funcionar el lavaplatos demostrando sus dotes culinarias, actividades que no menoscaban su dignidad.
En el libro de Ignacio Ramonet Biografía a dos voces, Fidel Castro explica lo que es el Código de Familia cubano. En él figura la obligación para los hombres de compartir con las mujeres las tareas del hogar, la atención de los hijos... "Todo esto dio lugar a que la inmensa mayoría de los que ingresaban en las universidades fueran mujeres porque son más estudiosas y tenían mejores notas, en dos palabras tuvimos que poner una cuota, digamos, 40% de hombres y 60% de mujeres..."
En esto difiero con Fidel. Sus razones tendrá, porque según los sociólogos hay que cuidar el concierto social y no caer en el otro extremo. Pero es que yo pienso que todos saldríamos ganando si suben los mejores, sean blancos, negros; diestros, zurdos; sodomitas, lesbianas, o mujeriegos como yo.
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