Entrevistas
La semana pasada estuvo marcada por dos entrevistas: la que le hizo Iñaki Gabilondo al presidente José Luis Rodríguez Zapatero (Cuatro) y la que el sábado le hizo Dolce vita (Tele 5) a Raquel Mosquera. En la primera, la experiencia y el criterio del entrevistador fueron arrasados por un entrevistado hiperactivo, que saboteó casi todas las repreguntas y aplicó el rodillo de la dispersión a todas sus respuestas. Por más que Gabilondo intentó proporcionarle oportunidades de matiz, de información, de compromiso, incluso de discurso, Zapatero prefirió recrearse en su extenuante locuacidad y, como los futbolistas chupones que actúan motivados por una mezcla de desesperación y de exceso de confianza en las propias posibilidades, perdió la oportunidad de explicarse con la convicción, exenta de grandilocuencia partidista, que requiere la actual situación política.
En la segunda entrevista, en cambio, se partía de un planteamiento radicalmente distinto. La entrevistada, Raquel Mosquera, utiliza el género como fuente de ingresos (se habla de 54.000 euros por su aparición del sábado). Por consiguiente, administra sus verdades en función de la rentabilidad que tienen. Como en la industria del cotilleo siempre da más beneficios lo que no se cuenta, estuvo más pendiente de su interés, algo que se justifica teniendo en cuenta que su vida nos importa, en general, un bledo. La actitud del elenco de entrevistadores, lejos de ser respetuosa y solemne como la de Gabilondo, fue cínica, despiadada y, en algunos momentos, abiertamente faltona. Mosquera no se ofendió, porque faltarse mutuamente al respeto forma parte de un espectáculo que retroalimenta los intereses mutuos de entrevistados y entrevistadores. De manera que, a estas alturas, el espectador disciplinado, perplejo ante lo poco que dicen los entrevistados, tiene perfecto derecho a preguntarse si no saldríamos ganando si Mosquera fuera entrevistada con el método de Gabilondo y Zapatero pasara por el implacable y despiadado tribunal de Dolce vita.
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