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Columna
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Cuatro paredes

Con moderada satisfacción compruebo que se abre camino la teoría de que biológica y socialmente es más práctico y cómodo vivir en piso alquilado que asumir, a edad temprana, la pesadumbre de una propiedad de muy prolongada amortización y asumir el orgullo de ser el amo de unas paredes que, en la mayoría de los casos, nos van a apretar literalmente las costuras. En las muchas manifestaciones públicas que sacan la cuestión a relucir, la hipoteca siempre aparece con aires sombríos y amenazadores. Cualquier concurso televisivo atribuye el mayor porcentaje del premio en jaque al afán para liberar o atenuar los efectos de la maldecida carga sobre el piso.

Junto a las vergonzosas zahúrdas y tabucos de los barrios bajos, donde habitan infelices ancianos, con cuatro o cinco pisos de escaleras que van a dar al parapeto de la gotera, hay listas de espera, no solo de propietarios que querrían rehabilitarlos, afán más bien de herederos, sino de quienes precisan de una pared, aunque sea para apoyar la espalda. Difícil disputar que en las grandes ciudades sobra sitio. No se entenderían la inquina y la furia contra ese icono de la humanidad que se llama ladrillo, como si los que fueran apilándolos, con mayor o menor codicia, no surtieran a los semejantes de algo que ellos solos no saben hacer.

Un consejo para la gente que se abre a la vida es que vivan al día, lo mejor que puedan
Creo más racional el régimen de inquilinato en los inicios de la independencia personal

Paso una larga estancia en el norte de España, junto a la que fue pacata, sombría y señorial Avilés, calles pendientes, soportales, palacios de indianos, de aventureros y de nobleza provinciana. He sabido que una persona, a quien conocí algo en Madrid, se instaló por aquí y coincidiendo con la explosión laboral de la Siderúrgica, construyó unos cuantos barrios, otra ciudad más populosa. Todo el país está sembrado de esos personajes que regatearon préstamos, arriesgaron en ocasiones la libertad, se empeñaron hasta las pestañas y en ocasiones, no siempre, les salió bien. Alguien tiene que hacer las cosas y aún me sorprende la inquina que despierta entre nosotros la fortuna ajena.

Poco hace que hemos visto a un hombre ya mayor, vigoroso, empuñar una pala e intentar enfrentarse a quienes le reprochan, no solo que construya en la planicie de Seseña docenas, cientos de pisos, sino que tenga la desvergüenza de poseer un yate casi mayor que el del Rey y, encima, se exhiba con la camisa remangada y un apero en la mano. ¿Es el célebre Pocero un enemigo del pueblo, o un tipo que intenta levantar pisos habitables en el desierto madrileño? Esto lo hacían los profetas y quienes alzaron Las Vegas (EE UU) y parecida actividad desarrolló el padre de las famosas, bellas y perspicaces hermanas Koplowitz.

Sigo creyendo más racional el régimen de inquilinato en los inicios de la independencia personal. En otros tiempos, la palabra "propietario" tenía connotaciones sospechosas y hoy son los hombres y mujeres desvelados por el euribor y los intereses, que parecen entes independientes, que suben solos, sin que haya intervención humanan capaz de controlar o domesticar su embestido hacia arriba.

Hace años que se pusieron de moda las buhardillas, incluso como síntoma de distinción social. Donde se almacenaban trastos viejos, y antes aún, malvivían los criados, un chapucero decorador hace maravillas con cuatro paredes y el techo oblicuo. Un consejo para la gente que se abre a la vida -que debería ser fomentado- es que vivan al día, lo mejor que puedan, sin hipotecar el futuro, porque lo que están haciendo es algo mucho peor: hipotecan el presente.

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